viernes, mayo 10, 2024
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Una infanta de Castilla, la más querida de Inglaterra

A veces la Historia te lleva a grandes sorpresas. Aunque bien pensado, la Historia siempre te lleva a toparte con ellas. De hecho, desde estos humildes artículos de Divulgando que es Historia nos hemos encontrado a Felipe II de farra siendo príncipe, a mujeres comandantas (sic) de una compañía luchando en Gerona contra el francés, a un madrileño en Samarcanda en 1404, o a un catedrático negro que fue esclavo, en la Universidad de Granada en 1558. Cosicas de la historia, que dice un tuitero muy salao que le gustan los trinos que pongo. Y ciertamente que las tiene. Más se lee, más se descubren. Más viajas, más cosas con las que te topas. Lo que hace que la curiosidad se despierte. A veces de manera tonta. De casualidad. Como cuando, estando en Londres, salía por una de las bocas de metro (de eso que ellos llaman el tubo, y la verdad es que sus túneles bien parecen que viajes por unos), y entre tanto edificio moderno y alguno pretendidamente monumental, en medio de una plaza que es un cruce de seis caminos, pude ver algo inusual para un castellano.

Pareciera como el pináculo de alguna catedral enterrada. De hecho, en la universitaria Oxford hay una cosa parecida, y una de las antaño inocentes novatadas en épocas en que la ingenuidad era mayor que la mala leche, cuando los retoños universitarios llegaban y veían aquella cosa llamada Martyrs Memorial, al preguntar, les decían que era el final de la torre de una iglesia enterrada, y que para verla había que entrar por el hotel más lujoso y pomposo de la ciudad que, a la sazón, estaba cruzando la calle. Y ahí que se iban como bobos a preguntar por la entrada para acceder a la oculta maravilla. En el caso que nos ocupa, saliendo directamente del suburbano londinense, es de lógica pensar que uno habría visto el origen de este pináculo si tal cosa hubiera. Pero no. Es otro memorial. Como el de Oxford. Pero no a unos mártires, dando nombre tanto a la estación de metro, como a la zona: Charing Cross. Es un como un pequeño templete donde la cruz es la protagonista para recordar a una persona muy querida: Eleanor.

¿Y quién es esa Eleanor, que tiene nombre de resonancia élfica? Pues nada menos que Leonor de Castilla, segunda hija de Fernando III «el Santo». Una burgalesa nacida infanta que acabaría siendo, simplemente, reina de Inglaterra. Como quien no quiere la cosa. Y todo por sellar una paz entre ingleses y castellanos. Que en esos tiempos andábamos un poco a la gresca, pero por cosillas de nada. La posesión de tierras en Francia, que siempre está bien tener. Por un lugar al norte de los Pirineos occidentales o atlánticos del que Julio César consideraba a sus habitantes aquitanos como más próximos a los íberos de Hispania, y donde los francos instaurarían seis siglos más tarde, el Ducado de Vasconia. Y que acabaría en el siglo XI convirtiéndose en la Gascuña. Pues hete aquí que Enrique III de Inglaterra y Alfonso X «el Sabio» estaban con que si ese territorio era de unos o de otros, pues a los castellanos le había llegado como dote del casorio entre Alfonso VIII «el de la Navas» y Leonor de Aquitania (¡de dónde si no!), hija del rey inglés Enrique II

El caso es que mediante los casorios se sellaban entonces las alianzas y se establecían las paces. Y así hicieron ambos reyes. El inglés, poniendo a su hijo Eduardo. El castellano, a su hermanastra Leonor. De este modo la cosa quedó en calma, pues los territorios se consideraban como si fueran fincas de los soberanos. Por eso llamamos a los reyes con el título de «propietarios». Noción que iría cambiando con el tiempo hasta que el concepto de soberanía pasaría de la persona al reino, del reino al Estado, del Estado a la nación, y así hasta que fue el pueblo el que acabara siéndolo. Pero no adelantemos siglos ni nos metamos en jardines politológicos históricos.

Se produjo la boda en Burgos, en el Monasterio de Las Huelgas. Lugar que tiene gracia la coincidencia o casualidad de que este lugar tan conocido que nos ha llegado a nuestros días, fue obra donde estuvo empeñada muy especialmente otra Leonor. La citada de Aquitana, princesa que fuera de Inglaterra y reina consorte de Castilla. Los esposos marcharon de luna de miel (si tal cosa existiera) años más tarde a Tierra Santa, que anduvieron muy liados antes pues el padre y suegro inglés, Enrique, estaba de guerra civil con los barones. Que esto de darse entre propios no es preceptivo de estos lares. Y se dio la cosa que los esposos se enamoraron de verdad. Cosa que fue de agradecer pues tuvieron quince hijos nada menos. Que como no lo hubieran estado, esa falta de cariño hubiera hecho de la vida de Leonor un infierno. Se habían casado teniendo 14 y 13 años respectivamente, y lo que fue un acuerdo de paz, se convirtió en un matrimonio de lo más exitoso en lo personal. El asunto de la conciliación lo llevaron casi como ahora. Endilgando a la prole a las abuelas, y tan ricamente. ¡A disfrutar el uno del otro!

Y de los viajes y batallas. Que en aquellos tiempos eran todo uno. Una de las cosas que se cuentan, precisamente del viaje mencionado a Tierra Santa, fue el que Leonor le salvaría la vida a su marido succionando el veneno de una víbora que le había mordido al rey, como en una peli de aventuras de toda la vida. Durante la conquista de Gales, por otro lado, sería donde daría a luz a su último hijo. Lo que tiene mayor curiosidad pues para haber sido el 15º y, por tanto, el último, eso no le impedirá para ser quien sucediera a su padre en el trono inglés. Ya que le precedían ¡once hermanas!, la prevalencia del varón existía, y sus tres hermanos varones morirían antes que él.

La muerte le llegaría a Leonor estando en la localidad de Harby, Leicester. En mitad de la isla británica. Pero el amor de su esposo y de su pueblo le haría eterna. En el periplo que tuvo que recorrer el féretro con la querida reina de vuelta a Westminster, en cuya abadía se encuentra enterrada, en cada parada del cortejo se erigió una cruz para recordarla. Un total de doce paradas con sus doce cruces se realizarían. Y que serían conocidas como las Cruces de Leonor. De ellas, sólo tres quedan en nuestros tiempos. Alguna, la más famosa, la londinense precisamente, se erigió con la idea de ser la más espectacular de todas. Hecha con mármol de Púrbeck, el más exquisito que se podía encontrar en las islas, con preciosas esculturas adornándolas. Desgraciadamente no sería, como tampoco las otras once, bien tratadas por el tiempo, y acabaría siendo demolida en 1647. Pero, como todo lo del Londres imperial, con sus falsos neogóticos, en tiempos de la reina Victoria se erigiría el actual monumento en honor a esta infanta castellana, en 1865. El emplazamiento original de esta Cruz de Leonor no fue tampoco el que ahora admiramos saliendo de la famosa estación de tren homónima, pero como interesante curiosidad añadida hay que indicar que se considera su ubicación, nada más y nada menos, ¡que el centro de Londres! Vamos, lo que vendía a ser como el Km. 0 de la Puerta del Sol, que en Inglaterra se lo deben… ¡a una Infanta de Castilla! La más y querida reina de Inglaterra.

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