viernes, abril 26, 2024
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Podrá no haber podemismo, pero siempre habrá indignados

El fenómeno indignado del 15 M

“Nadie miente tanto como el indignado” (Nietzsche)

El 15 de mayo de 2011 (15-M), con el lema “Toma la Calle”, una multitud se congregó, hace ahora diez años, en la Puerta del Sol de Madrid, km 0 en el que principian las carreteras españolas, para mostrar su “indignación”, así lo proclamaron, ante los problemas asociados a una crisis (desempleo, precariedad laboral, fuerte endeudamiento hipotecario de las familias, déficit del Estado), se supone derivada de los vicios del sistema -del sistema capitalista se entiende-, y que persiste sin resolverse. Es más, con la pandemia se ha hecho aún más profundo.

El caso es que esta problemática se debía precisamente, según aseguraban hace diez años, a la malversación o corrupción que sufre la democracia dentro del propio sistema, por lo menos en España, siendo el modo “antidemocrático” de abordar esos problemas, más que los problemas mismos, lo que al parecer producía tal indignación. Y es que, lejos de resolverlos, lo que hacían “los políticos” era consolidarlos, consagrarlos, y así sacar rédito o beneficio particular de ello.

Así, en aquella ocasión, el 15 de mayo de 2011, a siete días de unas elecciones (municipales y autonómicas), en tanto que procedimiento “representativo” de las democracias en la actualidad, los dichos “indignados” (así autoproclamados tras el éxito editorial del opúsculo panfletario de Stepháne Hessel), aprovecharon la ocasión, la reelección de cargos públicos, para salir a la calle y “denunciar” precisamente, atendiendo al manifiesto que les impulsaba, la falta de representatividad de esos cargos en el contexto de la democracia española (“no nos representan”, es la consigna, sin duda, más repetida).

Su diagnóstico sobre el estado de la democracia española (perfectamente generalizable por lo visto a otras democracias de nuestro entorno), dictamina, de modo terminante, inatacable al parecer, que la “voz del pueblo”, que se supone debiera ser canalizada por las instituciones democráticas representativas, está siendo más bien silenciada, acallada, ignorada, por una oligarquía que tan solo busca su propio enriquecimiento e interés, actuando, eso sí, esta es la coartada, en nombre del mismo pueblo al que se supone representa.

Esta oligarquización, que es en lo que decían se ha convertido realmente la democracia española (“lo llaman democracia y no lo es”, repetían los indignados), se produjo cuando los partidos políticos, lejos de defender los intereses de sus representados, se asocian a corporaciones financieras y empresariales, de las que terminan dependiendo, y privilegian así sus intereses (particulares, incluso algunos decían “de clase”) frente a los intereses (generales) del “pueblo”.

Según este análisis, pues, la democracia española ha degenerado, desvirtuada, en una democracia bastarda (en una falsa democracia), que atendería, en ausencia de representatividad, a intereses ajenos al pueblo, comportándose en realidad como una “dictadura de partidos” (esta es la expresión literal utilizada en el manifiesto que impulsó el 15M) en la que predominaría, además, el bipartidismo de los dos grandes partidos, PP y PSOE, ambos al parecer sobre-representados en los parlamentos y ayuntamientos al favorecerles la ley electoral (“PPSOE”, era la expresión híbrida que figuraba en el manifiesto para significar la complicidad de ambos partidos en esto).

Y era esta y no otra, además, según el propio diagnóstico “indignado”, y de ahí la urgencia en la exigencia de las reformas (¡ya!), la causa que explicaba que la situación de crisis se prolongase y enquistase: la falta de satisfacción de las demandas y necesidades del pueblo, ignorado y desatendido pero, eso sí, bien exprimido, es directamente proporcional a la satisfacción de los intereses de esos “grupos de presión” empresarial y financieros que tendrían sobornada, en realidad, comprada (por cómplice), a la “clase política”.

De este modo, en esta situación de degradación “antidemocrática”, son al parecer las grandes fortunas las que conspiran y prosperan, siempre a costa de la precariedad laboral de los asalariados a los que se explota (“manos arriba, esto es un contrato”, se decía en las pancartas), generándose así una mayor desigualdad social que encresparía todavía más la situación.

Esta fue la perspectiva que movilizó y reunió en Sol a aquella multitud, que enseguida se vio además respaldada, elogiando cuando no directamente adulando a los indignados, por el autoconcebido como izquierdismo político (para empezar por el entonces presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, que, desde luego, no se dio por aludido ni mucho menos, prácticamente sumándose a la indignación), también por distintas figuras representativas de la intelligentsia española, y entusiastas del movimiento (bien que interpretándolo cada uno a su modo, desde Eduardo Punset hasta Agustín García Calvo), así como por buena parte de la prensa, que ofreció gran cobertura simpatizando en general, no tanto en los procedimientos pero sí en la doctrina, con los indignados (a pesar de algunos desencuentros), sobre todo a medida que el movimiento, desde esa primera manifestación del 15M, se iba desarrollando y creciendo.

Tan solo el PP, y algunos medios afines, mantuvieron ciertas distancias, arrojando incluso sospechas, no sin razón, acerca de las verdaderas intenciones de la movilización, temiendo que se repitieran, ante una inminente victoria del PP, unas jornadas como las que tuvieron lugar en vísperas de las elecciones del año 2004 (hay que tener en cuenta que en Sol se encuentra, justamente frente a la placa que señala el km 0, la sede del gobierno autonómico de la Comunidad de Madrid, presidida en aquella circunstancia por la popular Esperanza Aguirre, para muchos, y así lo predicaron en la plaza, la máxima representación en España de todo aquello que se supone indignaba a los “indignados”).

Porque, en efecto, tras el día 15, y antes de que tuvieran lugar las elecciones del día 22 de mayo, los allí congregados terminaron convirtiendo esa concentración primera en la Puerta del Sol en una acampada, tras resistirse a la autoridad policial cuando esta (tímidamente, por cierto) quiso disolverla. Instalándose en la plaza, con dependencias como cocina, enfermería, lo que llamaban biblioteca, incluso guardería, etc., con vistas a una estancia más prolongada, los indignados se organizaron asambleariamente, formando distintas “comisiones”, con sus portavoces correspondientes, para ulteriormente trasladar sus propuestas a las “asambleas” en las que se procedería a la “toma de decisiones”.

Los más entusiastas partidarios del movimiento (entre los que se encontraban, naturalmente, aprovechando la oportunidad, conspicuos representantes de Izquierda Unida, de Izquierda Anticapitalista, y de otros) llegaron incluso a sostener, y así lo dispusieron en una gran pancarta que colgaba en uno de los edificios de la plaza, que allí, en aquellas reuniones asamblearias, residía la “soberanía nacional” (quizás buscando la analogía, que más bien resulta caricatura, una farsa, con los representantes del Tercer Estado reunidos en Versalles en mayo de 1789; el verbo “tomar” en ese sentido también parece buscar ciertas analogías con la “toma” de la Bastilla, que significó la extensión de la revolución desde Versalles a las calles de París, o con la “toma” bolchevique del Palacio de Invierno, frente al gobierno provisional y la Duma, bajo la proclama de “todo el poder para los soviets”).

Sea como fuera, el movimiento continuó extendiéndose hacia otras plazas de otras ciudades españolas, produciéndose en ellas también acampadas sin que la policía procediese a su inmediato desalojo. El entonces ministro del Interior, el socialista Pérez Rubalcaba, responsable último del orden público en ese momento, compareció en este sentido declarando que la policía no está “para generar problemas mayores de los que busca resolver”, justificando de este modo su inacción (y es que el escenario de una policía dando porrazos es algo que un gobierno de tales características, como fue el de Zapatero, no estaba dispuesto a asumir, siempre transmitiendo la imagen de seguir procedimientos pacifistas y dialogantes en su modo de gobernar – era el célebre “talante”, se supone buen talante-).

Pues bien, en vísperas de la jornada electoral, la Junta Electoral Central, organismo encargado de velar por el buen orden del proceso electoral, termina por desautorizar la manifestación (ya convertida en acampada) ante la inminencia de las elecciones, determinando que los acampados, en tanto que piden el voto para partidos pequeños (al negárselo a los dos grandes partidos –PPSOE-), no respetarían la llamada “jornada de reflexión” si se mantuvieran allí hasta el día previo a las elecciones (día 21 de mayo). De este modo, desafiando, en efecto, a ese organismo, precisamente a la misma hora en que se clausuraba la campaña y comenzaba la “jornada de reflexión”, a las 00.00 del sábado 21, tendría lugar la concentración más multitudinaria reunida en Sol hasta el momento, desde que comenzó el fenómeno “indignados”, decidiendo además, de nuevo por iniciativa asamblearia, dar a esa hora el famoso “grito mudo” (puesto que estaban utilizando el lenguaje gestual de los sordomudos en muchos de las reuniones). Con esta auténtica performance, digamos, situacionista querían manifestar algo así como que su presencia allí estaba por encima de los “gritos de campaña”, propia de los estridentes mítines de partido, y que la multitud allí reunida, lejos de manifestar partidismo alguno, lo que hacía era defender “espontánea” y multitudinariamente los intereses del pueblo, precisamente desatendidos por los políticos (no siendo pues reducible su presencia allí a un acto electoral sin más, como interpretaba la Junta Electoral Central).

Así esta muchedumbre pasaba, según ellos, a identificarse directamente con el “pueblo” que, “indignamente” representado por los políticos en los parlamentos y ayuntamientos, tomaba por fin el poder que se supone le corresponde como titular “democrático” del mismo, y que, organizado en asambleas, comisiones, etc., va a acabar revolucionariamente con esa oligarquización capitalista, que quería renovarse con un nuevo “paripé” electoral, y traer por fin una democracia real.

Esta muchedumbre, pues, ya no necesitaba justificar sus acciones, porque se trataba al parecer del “pueblo” mismo mandando, “gobernándose a sí mismo”, sin mediadores que manipulasen, el que actuaba y tomaba decisiones desde las plazas españolas. Es la democracia misma realizándose (“dormíamos, y despertamos”). La Junta Electoral Central era un organismo representativo de esa conspiración oligárquica, cómplice del sistema actual, y a la que le interesaba, claro, disolver esa multitud que, como demiurgo democrático, ahora le desafía y hace frente.

Total, que la muchedumbre ni mucho menos se disolvió con la prohibición; al contrario, creció alcanzando en aquella jornada, insistimos, el número máximo de gente allí congregada desde que había surgido el movimiento, siendo así que la policía, por su parte, siguió sin actuar, no haciendo respetar una ley, cuya legitimidad era lo que precisamente se discutía.

Nacía así la llamada “spanish revolution” que, se suponía, pondría en marcha una nueva ley genuinamente democrática, frente a ese antiguo régimen oligárquico: el “pueblo”, identificado con esa muchedumbre que “toma la calle”, había hablado a través de asambleas y comisiones, y anunciaba una nueva era que ponía fin a la “dictadura de los mercados”, a la postre, últimos responsables de la crisis (“Europa para los ciudadanos y no para los mercados: no somos mercancía en manos de políticos y banqueros”, este era el segundo lema de Democracia Real Ya).

Por lo tanto, y en definitiva, el 15-M, así se han expresado muchos, se dibujaba, insistimos, como un acto de (re)constitución democrática del poder político frente a la monopolización capitalista del mismo. Se trataba en fin de “destituir” a las oligarquías financieras, consideradas como titulares efectivas (aunque ilegítimas) del poder político, para devolvérselo a los que, por lo visto, “en democracia”, son sus legítimos dueños: los ciudadanos en asamblea.

La esencia demagógica de la indignación

Pues bien, el fenómeno “indignado”, como fenómeno político (y dejando a un lado su sociología), no es desde luego desdeñable y ha recibido desde entonces múltiples interpretaciones, para empezar la que se ofrece, en tanto que justificación suya, según acabamos de ver, desde el seno mismo del propio movimiento, y que aquí hemos consignado entreverada, sirviendo esa interpretación de cobertura ideológica, con las actuaciones iniciadas a partir de aquel 15 de mayo.

Una ideología pues (y utilizamos aquí ideología en su sentido marxista estricto, ideología como conciencia deformada) cuyo análisis es necesario realizar para comprender el fenómeno en tanto que forma parte esencial suya, siendo esta ideología, que nosotros identificaremos aquí con el democratismo o fundamentalismo democrático (ver Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático, ediciones B, 2010), la que canaliza el movimiento, con sus procedimientos y ceremonias (manifestaciones, concentraciones, asambleas, comisiones, acampadas…), no siendo, desde luego, esta ideología algo superestructural y yuxtapuesto al mismo. Una ideología que, lejos de agotarse en aquel movimiento, sigue en la actualidad con todo vigor.

Y es que lejos de ser un movimiento “espontáneo”, por el que “el pueblo” se movilizaba exhausto ante la opresión capitalista (tal como se quería desde el seno del propio movimiento), lo que ocurría era, más bien, que la multitud había salido a la calle empujada por esta ideología fundamentalista, el democratismo, desde hace ya mucho tiempo muy arraigada en la sociedad española (de ahí la complicidad y el respaldo que recibió el movimiento), y cuya indefinición y extravagancia política, siempre atendiendo a los componentes ideológicos que la alimentan (y no solo al modo asambleario de organizarse), conducen al movimiento, este fue nuestro diagnóstico entonces (y lo sigue siendo ahora), a una total esterilidad de cara a la resolución de los problemas que el propio movimiento, según se expresaba en su manifiesto, trataba de abordar.

Una esterilidad que, en todo caso, tampoco es ni mucho menos inocua, puesto que lo que hace el movimiento es encubrir, a través de una interpretación deformada de los mismos, los verdaderos problemas (verdaderos por lo que tienen de distáxicos) que afectan a España como sociedad política.

Por ello, digo, no es que la ideología que envolvía a la “spanish revolution” le sobrevenga ad extra, como si su primer impulso respondiese –y sin embargo así lo interpretaban muchos, y aún lo siguen haciendo en este décimo aniversario- a una realidad en efecto opresiva (que tampoco negamos), sino que el fundamentalismo estuvo presente ya desde el primer momento, siendo el democratismo lo que pone en marcha el movimiento hasta llegar a formar esa congregación multitudinaria, en sus distintas fases e hitos oportunos (sin no pocas dosis de oportunismo), atendiendo a las distintas convocatorias electorales (u otros acontecimientos cualesquiera) que dieron continuidad al movimiento.

Esta concepción fundamentalista de la democracia, que, decimos, movilizaba a esa multitud, es aquella que entiende que la democracia, así unívocamente considerada, es la esencia misma de la sociedad política, la forma más característica de su constitución en tanto que fundamento suyo, siendo cualquier otra forma de organización política no democrática una degeneración o perversión de la política (a la postre, y en último término, tiránica o despótica). La democracia, dice el fundamentalista, es la única forma de organización política que otorga a los hombres su condición de seres libres, reconociéndoles su dignidad como ciudadanos de pleno derecho, quedando así automáticamente legitimada su constitución. Cualquier elemento negativo que podamos consignar a la sociedad política (paro, violencia, luchas de clases, desigualdad social, pobreza, etc.) será visto siempre como un residuo despótico producido por la falta de “plenitud” democrática, siendo así que tales desviaciones sobre la esencia democrática solo pueden ser corregidas para el fundamentalista de un modo: con más democracia. Así, la democracia, si es plena, si es pura, representa el estado de perfección social en el que los conflictos se disuelven ante la realización efectiva, si esta tuviera lugar, de una democracia real.

De este modo, la democracia aparece en la conciencia “indignada” como deus ex machina, como la clave a partir de la cual se abre paso la solución de todos los problemas sociales.

Y es que es característico del fundamentalismo democrático su formalismo jurídico, de donde procede la pretensión de que un cambio en la forma de gobierno, de oligarquía en democracia (cambio en la ley electoral, circunscripción única, listas abiertas…), supone eo ipso la resolución de los problemas en todos los órdenes, propagándose su solución como por ósmosis, casi milagrosamente (es el milagro de “la transición” a la democracia), por todo el cuerpo social. Los ciudadanos, el pueblo, así unívocamente considerado (como si fuera un todo armónico), se supone que conoce las claves de los problemas que le acucian, de tal modo que un sistema político que fuera realmente representativo atendería a sus intereses y demandas resolviendo, sin más, toda dificultad.

Pero, ocurre, que “el pueblo”, en su sentido político, no es unívoco, ni sus intereses homogéneos, de tal modo que algo así como el “interés popular” o su propia “voluntad” son conceptos, más que problemáticos, inconsistentes.  La analogía entre la unidad del pueblo y la unidad de un organismo (base del concepto univoco de pueblo), ambos se supone movidos por una voluntad que coordina las distintas partes que los componen, es una analogía inconsistente al confundir los atributos de un individuo con los de un grupo. Así un grupo de organismos, en rigor, no tiene voluntad, como no tiene inteligencia, aunque la tengan cada uno de los miembros individuales que lo componen. La “voluntad popular” es un concepto tan equívoco como el de “inteligencia” de un pueblo, equivocidad que se transmite automáticamente al de “representación” de esa voluntad popular: los intereses del pueblo son los intereses de los distintos grupos en los que el pueblo está dividido, tan populares unos como puedan ser sus contrarios, siendo así que no existe algo así como una “voluntad general” que reconduzca armónicamente los intereses (contrapuestos) del pueblo.

En definitiva, la solución formalista que se plantea desde el movimiento indignado es completamente estéril, por inconsistente, pero, además, de la mano del propio formalismo desde el que se plantea, la ideología indignada encubre, al privilegiar y desviar la atención de un modo fundamentalista hacia el ámbito jurídico, los problemas situados en los ámbitos productivos o defensivos de la sociedad política, deformando completamente el análisis de la realidad social. Este formalismo jurídico va unido, además, a una perspectiva divagante (cosmopolita) relativa al Estado, en tanto que sujeto soberano (y por tanto libre para hacer la ley y hacer cumplirla), que hace que la solución indignada resulte definitivamente, ya no solamente estéril, sino perjudicial para una sociedad política como la española (esta conciencia deformada de la indignación pasó, tal cual, a Podemos, cuya trayectoria probó totalmente esta perjudicial esterilidad).

Así, por ejemplo, no se contemplaba en absoluto, ni se establecía desde el movimiento indignado ningún tipo de propuesta para España de orden estructural, relativa a los aspectos energéticos y productivos de la sociedad política, presuponiendo, insistimos, que estos problemas se resolverán de un modo automático, por la propia “sostenibilidad” del sistema democrático, al verse satisfechos punto por punto los intereses del pueblo (como si la conciencia del pueblo fuese homogénea, clarividente, prístina respecto a la realidad administrativa, económica, energética, geoestratégica, etc., que le envuelve). A lo sumo se hablaba de una fiscalidad “más justa”, y de que la inversión debiera recaer en “educación e investigación” (nada se dice, por ejemplo, de la energía, siendo España un país tan dependiente del extranjero en este sentido).

Además, por lo visto, sería tal la justicia y equilibrio del sistema, en virtud de esa misma organización democrática, que los aspectos defensivos (geoestratégicos) de la sociedad política se vuelven igualmente residuales, según figuraba en el manifiesto “indignado”, llegando a considerar innecesario el gasto militar (y policial). Por otro lado, el separatismo fraccionario y la amenaza marroquí, los dos problemas más acuciantes que, desde este punto de vista, sigue teniendo planteados la sociedad española (en cuanto que ambos representan una amenaza para la soberanía española), parece ser quedarían resueltos también con “más democracia”: la bondad jurídica del propio sistema se supone (una suposición completamente gratuita) neutralizaría quizás las aspiraciones separatistas en cuanto que “la” democracia presupone el reconocimiento del “derecho de autodeterminación” de los pueblos (así los nacionalistas fraccionarios se sentirían más “cómodos” y “encajarían” en una sociedad “plenamente democrática”); esa misma bondad induciría, igualmente, a la armonización y respeto mutuo entre las culturas (islámica y cristiana), lo que también aplacaría la amenaza marroquí (concitaría apoyos internacionales de otras potencias democráticas que, de otro modo, podrían apoyar a Marruecos, etc.).

Sea como fuera, el caso es que este movimiento terminó cristalizando en forma de partido políticos, en 2014, con Podemos, cuya función en la sociedad española, llegando a alcanzar tareas de gobierno, ha tenido dos vectores, el arribismo a la sobra del PSOE, y el correveidilismo del separatismo. El resto, nada. Esterilidad para abordar esos problemas que, decían, venir a resolver (y que la pandemia, insisto, ha acusado).

Ahora bien, el reconocimiento, y ya para concluir, de la esterilidad de las soluciones indignadas para abordar los problemas de la sociedad, en este caso española, no obsta para el reconocimiento, a su vez, de que el movimiento tenga un gran alcance como movimiento de masas, precisamente en función de su engranaje con la ideología dominante que envuelve a las instituciones de las democracias capitalistas realmente existentes: esterilidad no tiene por qué significar, ni mucho menos, extinción.

Es más, es esa vaciedad formalista en la doctrina, propia del movimiento indignado, la que asegura su prosperidad en la propaganda, y es que, en definitiva, como decía aquel, “nadie llega tan lejos como el que no sabe a dónde va”.

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