miércoles, mayo 8, 2024
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La Reconquista (peninsular) no es una Cruzada (oriental)

Con motivo de la efeméride de la batalla de Covadonga, de su trigésimo tercer centenario (sin que tampoco sea muy sonado), se ha generado cierta literatura conmemorativa que, en general -he observado-, confunde la Reconquista con una Cruzada (referencia fundamental sobre la historia de las Cruzadas es la obra monográfica del gran Steven Runciman). 

Se ha polemizado mucho en el ámbito de la historiografía, por lo menos desde el siglo XIX, acerca de las diferencias, semejanzas y confluencias entre Cruzada y Reconquista, así como de la posibilidad de asimilar, o no, la Reconquista a un «frente cruzado[1]».

Carlos de Ayala, según recuerdan García Fitz y Novoa Portela [2], distingue entre un sentido tradicionalista de cruzada, más restringido, en referencia a la empresa papal destinada a la liberación de los Santos Lugares, y otro pluralista que abarcaría fenómenos, de amplio espectro, que tuvieran que ver con la lucha armada por el cristianismo (en el báltico, en el Este europeo, en la Península ibérica). 

En este segundo sentido amplio muchas de las campañas desarrolladas en suelo ibérico fueron, desde luego, cruzadas en toda regla (sostenidas, además, desde el punto de vista fiscal, como tales), y así lo plantean constantemente las fuentes coetáneas, desde la Crónica Albeldense en adelante, en las que la reconquista aparece muchas veces modulada por ideas de cuño cruzadista, de origen ultrapirenaico y basada fundamentalmente en el agustinismo político (en 1075, el papa Gregorio VII enuncia los célebres Dictatus Papae, con los que se consolida esta perspectiva). También es verdad, en todo caso, que la idea de Cruzada conserva, en el límite, un significado reconquistador, irredentista, del territorio oriental que fue antes cristiano que musulmán, además de que existen iniciativas cruzadas procedentes de reyes peninsulares (así la cruzada, fracasada, llevada a cabo por el mismo Jaime I, o el rey Teobaldo de Navarra, que acompañó a San Luis de Francia en su cruzada contra Túnez).

Sin embargo, a pesar de estas confluencias, la Reconquista, no se puede asimilar, sin más, a las llamadas «cruzadas» (en sentido estricto) sobre los Santos Lugares del Oriente, porque estas nacen a finales del siglo XI por iniciativa pontificia (a partir de Urbano II, en 1095), como peregrinaciones armadas a la conquista de Tierra Santa, pero con un impulso de origen individual, caballeresco, por así decir, mientras que la «reconquista» supone la recuperación territorial y la restauración del orden político y eclesiástico peninsular como respuesta, por iniciativa regia, y ya desde el siglo VIII, a la acción de conquista árabe tras el desmoronamiento del reino (cristiano) visigodo. 

Las Cruzadas tienen la forma de una anábasis, de ida y vuelta (como la descrita y protagonizada por Jenofonte en Persia), mientras que la Reconquista se trata de lo que Gustavo Bueno llamó un «ortograma», más asimilable a fenómenos como la expansión de Rusia hacia Siberia, o de EE.UU. al Far West, y que terminó con la península ibérica de nuevo convertida al cristianismo, tratándose del único territorio de la primera expansión musulmana, como señala Besga Marroquín [3], que no forma parte de dar al-Islam, cosa que no ocurrió, por cierto, con «Tierra Santa[4]».

Así, para subrayar esta diferencia de orientación, puntualiza Bueno, «ya en las décadas que siguieron inmediatamente a Covadonga, la originaria monarquía astur habría canalizado su respuesta no tanto a través de otra guerra santa, igual y en sentido contrario, sino precisamente a través de la conformación de un proyecto imperialista[5]». Lo cual no implica que, sobre todo a lo largo del siglo XI, con la reforma gregoriana, se filtrase en la península la idea de guerra santa contra el islam, al considerar a la vieja Hispania como parte del patrimonio de la Iglesia y, con el soporte institucional de las bulas pontificias, se viera en la frontera peninsular con el islam un «frente cruzado». Los propios reyes españoles, a veces, solicitaban a los papas que sus acciones de guerra fueran envueltos por esa aura sacra, entre otras cosas para financiar las acciones de guerra. Sobre todo, a partir del siglo XII, se produce un proceso de adaptación y reinterpretación de la ideología reconquistadora según pautas de cuño cruzadista [6] (se suele mencionar en este sentido la toma de Barbastro, en el 1064, como inicio de esta oleada cruzada en la península); y también al revés, la idea de cruzada queda absorbida en una justificación de orden reconquistador, de derecho de gentes (así, el papa Celestino III se dirigió en estos términos al arzobispo de Toledo en una carta enviada en 1192[7]).

Sin embargo, esta mezcla y reabsorción entre cruzada y reconquista, operada en el siglo XII, es episódica, limitada a ciertas circunstancias en las que, el empuje reconquistador tiene que verse reforzado, sea financiera o militarmente, por la cruzada, pero siempre con la idea de restitución reconquistadora por delante. Estas limitaciones de la aplicación de la cruzada en la reconquista se pondrán claramente de manifiesto, a principios del siglo XIII, en uno de los episodios bélicos más sonados de la lucha peninsular contra el islam, cuando, en los prolegómenos de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), sean los españoles (solo hispani), esto es, los únicos comprometidos, a partir del 711, con la idea de reconquista, los seleccionados para intervenir en esa jornada, haciendo que los cruzados ultrapirenaicos sean enviados de vuelta a sus lugares de origen.

En definitiva, la corriente principal de justificación de la guerra al islam peninsular es la de la recuperación, o restauración, del territorio perdido por el cristianismo, y que el islam ha suplantado; la cruzada va a quedar como título suplementario, complementario, dado por los papas episódicamente, y muchas veces a petición de los reyes, pero siempre subordinada a la idea neogótica reconquistadora.

Don Juan Manuel, ya hacia 1330, distingue bien entre el sentido reconquistador, de recuperación de tierras injustamente ocupadas, y el sentido cruzado, de ofensiva cristiana (y de justificación más débil desde el punto de vista apostólico):

«Ha guerra entre los cristianos et lo moros et habrá fasta que hayan cobrado los cristianos las tierras que los moros les tienen forzadas; ca cuanto por la ley ni por la secta que ellos tienen, non habrían guerras entre ellos, ca Jesucristo nunca mandó que matasen nin apremiasen a ninguno porque tomase la su ley, ca él no quiere servicio forzado sinon el que se fase de buen talante et de grado[8]».

Es decir, la guerra contra el islam peninsular se justifica por la vía reconquistadora del derecho de gentes, para recuperar una heredad ocupada sin derecho por el islam, pero una vez cumplida la guerra cesaría (no habría rezón para ella porque la vía apostólica de propagación cristiana, mandada por Jesucristo, dice Don Juan Manuel, no justifica la guerra o como dirá Vitoria dos siglos después, a propósito de la cuestión de los indios americanos, la diversidad de religión no justifica la guerra). Se le hacía la guerra al islam, pues, no por ser de religión diversa, sino porque había ocupado tierras, se había enseñoreado de un territorio, que no era suyo.

[1] Una síntesis muy bien trabada sobre el estado de la cuestión se puede leer en García Fitz y Novoa Portela, Cruzados en la Reconquista, ed. Marcial Pons, 2014, Capítulo I, pp. 19 y ss.

[2] Op. cit. p. 21

[3] A. Besga Marroquín, La España que dejó de ser España, en: Hispania, al-Ándalus y España. Identidad y nacionalismo peninsular, ed. Marcial Pons, Madrid, 2020, p. 185.

[4] La primera cruzada se saldó con la conquista de Jerusalén, en 1099, que los cristianos retuvieron apenas cien años, hasta el 1187, que la recuperó Saladino para el islam, desencadenándose como consecuencia de ello la Tercera Cruzada, con Ricardo Corazón de León de Inglaterra, Felipe Augusto, de Francia y el emperador Federico I, Barbarroja (bisabuelo de Alfonso X), que perdió la vida al ir a ella. El Reino de Acre se mantiene como hilo de continuidad, pero Jerusalén sigue bajo poder islámico hasta que, en la Sexta Cruzada, el emperador Federico II consiguió recuperarla en 1229, mediante un tratado con el sultán ayubí Al-Kamil. Se mantuvo en poder cristiano sólo hasta 1244, cuando la ciudad fue nuevamente reconquistada por los ayubíes. Vino entonces la Séptima Cruzada, bajo el mando de Luis IX de Francia, pero sin resultados. Como vemos, las grandes figuras del siglo XIII, Federico II, San Luis, Jaime I, fueron reyes cruzados, pero no lo serán los castellano-leoneses, embarcados en la reconquista, su cruzada particular. Curiosamente, aunque la reconquista no es una cruzada, el título de Rey de Jerusalén terminará en la monarquía española siendo Felipe VI, en la actualidad, quien ciñe su corona.

[5] Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba editorial, Barcelona, 1999, p. 283.

[6] ver Carlos de Ayala, La Reconquista, ¿ficción o realidad historiográfica?, en La Edad Media peninsular, ed. Trea, 2017, p. 133 y ss.

[7] ver Carlos de Ayala, La Reconquista, ¿ficción o realidad historiográfica?, en La Edad Media peninsular, ed. Trea, 2017, p. 134.

[8] Apud. García Fitz y Novoa Portela, Cruzados en la Reconquista, ed. Marcial Pons, 2014, p. 10.

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