domingo, abril 28, 2024
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El cuatro es el nuevo dos

He echado cuentas esta mañana: resulta que llevo más de cuarenta años leyendo los periódicos, en plural, todos los días. Al principio fue un acto de imitación de mi padre, el lector de prensa más feroz que he conocido. Luego se convirtió en una afición. Y hoy, en realidad, lo hago sobre todo por cuestiones profesionales. Y es una pena, pero cada vez se me hace más difícil encontrar un columnista con el que disfrute, una columna que me haga pensar; supongo que porque vivimos en una sociedad llena de crispación, alarmismo e inmediatez.

No obstante, hace algunos días encontré una. Una que pretende, o eso me gustaría, abrir en España un debate sobre cuál tiene que ser el objetivo de inflación que los bancos centrales deben establecer a la hora de determinar la política monetaria. Desde hace unos años la gran mayoría de ellos han adoptado el dos por ciento, que se ha convertido así en un número mágico, casi sagrado. Hoy, sin embargo, hay quien lo está cuestionando y que incluso propone una revisión al alza hasta el tres o el cuatro. Pues bien, la columna a la que me refiero hablaba precisamente de lo contrario, de la conveniencia de mantenerlo, y argüía que el cambio que se sugiere es fruto de la incapacidad de nuestros gobernadores para volver a la senda del dos que ha prevalecido durante tanto tiempo. Además, añadía que cualquier cambio debería ser fruto de una reflexión sosegada y profunda y no fruto de la improvisación.

Mi postura es justo la contraria: creo que el mundo actual se beneficiaría de unos objetivos de inflación más altos, y lo creo por varios motivos. El primero es que la inflación es la mejor forma de reducir la elevada deuda —pública sobre todo, aunque no sólo— existente en el mundo, que supone una carga tan pesada para el crecimiento. Pero hay más. También es una forma de ampliar el margen de actuación de la política monetaria y evitar así una nueva situación que propicie o reclame tipos de interés cero o negativos que tan perniciosos se han mostrado. Y, por último, la inflación implica un trasvase de riqueza desde las personas con elevado patrimonio, que la inflación erosiona, a aquellas endeudadas, al ser la deuda una variable nominal. En un mundo con desigualdades importantes, una inflación algo mayor es la mejor forma de que las personas jóvenes, normalmente hipotecadas, puedan afrontar mejor las letras mensuales y acceder así a una vivienda con algo menos de dificultad.

Lógicamente un cambio así requiere de reflexión, de análisis más profundo, hasta de un debate público. Es importante que, de hacerse, el cambio se ejecute bien y que se comunique mejor. El mayor riesgo sería una mala interpretación del público, pues podría generar un cambio de expectativas y, con ello, una inflación mayor y más volátil. Eso conllevaría, además, una subida de los tipos de interés reales que erosionaría gran parte de los beneficios anteriormente expuestos. Quizá el mejor momento no sea el actual, en el que los bancos centrales deben dedicarse con firmeza a evitar que se produzca lo que los economistas denominan un «desanclaje» de las expectativas, pero una vez esté controlada la inflación —en niveles del tres o del cuatro— puede ser un buen momento.

Por otro lado, creo que es oportuno recordar el origen de ese número dos que es para algunos una especie de número fetiche. Lo cierto es que es fruto de un canutazo al ministro neozelandés de economía, Roger Douglas, en 1989. Nueva Zelanda fue el primer país que lo estableció cuando su inflación se situaba en niveles del once por ciento; hasta entonces la política monetaria había tenido otros objetivos, como controlar el dinero en circulación. Fue Douglas quien determinó un nuevo objetivo, el control de la inflación, y se lo comunicó al gobernador, Don Brash, sin establecer ningún número concreto. Así, cuando la prensa preguntó al ministro éste balbuceó que su objetivo sería mantener la inflación entre el cero y el uno, y el gobernador se vio obligado a cumplirlo. Con todo, puesto que su servicio de estudios estaba convencido de que los índices de inflación la infraestimaban, terminó añadiendo un punto a ese objetivo: fue de ese modo como quedó establecido el número dos. 

Tras Nueva Zelanda fue Canadá en 1990, y después otros muchos. La Reserva Federal, aunque lo utilizó de manera informal desde 1996, no lo estableció como objetivo formal hasta 2012. El BCE lo adoptó desde su fundación, si bien inicialmente como un objetivo máximo. En ninguno de los casos hubo un análisis profundo. Quizá el más riguroso sea el que realizó la entonces gobernadora de la Fed de San Francisco, Janet Yellen, hoy secretaria del Tesoro de Estados Unidos, y que se explica en esta frase de la propia Reserva Federal: «Con el tiempo, una tasa de inflación más alta reduciría la capacidad del público para tomar decisiones económicas y financieras precisas. Por otra parte, una menor tasa de inflación estaría asociada a una elevada probabilidad de caer en deflación… Fenómeno asociado a condiciones económicas muy débiles. Tener al menos un nivel pequeño de inflación hace que sea menos probable que la economía experimente una deflación dañina si las condiciones económicas se debilitan». 

El objetivo, claro, debe de ser una inflación contenida, estable y ligeramente positiva, pero nunca se ha justificado adecuadamente si debe ser del dos, del tres o del cuatro, y creo que el mundo actual se vería beneficiado por un objetivo algo superior. Cuando menos sería conveniente la apertura de un debate público, riguroso y profundo al que espero que este artículo pueda contribuir. Como, por cierto, viene sugiriendo Olivier Blanchard desde 2010 y al que se han sumado otros economistas relevantes como Larry Summers.

Por: Daniel de Fernando

Daniel de Fernando es socio fundador y Managing Partner de MdF Family Partners y Chief Investment Officer de Wren Investment Office. Se licenció en Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Pontificia de Comillas (ICADE).

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