domingo, abril 28, 2024
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Vivir en la verdad

Un buen amigo me pidió el otro día que diese una especie de conferencia, una ponencia, más bien, sobre cómo puede uno tratar de vivir en la verdad sin sucumbir a las visiones sesgadas de las ideologías contemporáneas. Según me dijo, anda preocupado por el mundo en el que van a crecer sus hijos porque en él, cree mi amigo, no será posible discrepar del pensamiento dominante, que ya ha comenzado a imponer unas normas férreas, unos estándares a los que uno tiene que atenerse si no quiere ser cancelado, marginado, insultado. 

Con eso en la cabeza comencé a preparar una breve ponencia que, como le dije a mi amigo, me venía grande. ¿Cómo iba yo a hablar de vivir en la verdad si apenas he vivido y en ocasiones tengo problemas para dilucidar qué es exactamente la verdad? Pero insistió y yo me resigné y seguí preparándola. 

Lo cierto es que no me compliqué: comencé hablando de Sócrates, cuyo ejemplo nos enseña que conversar, dialogar es el mejor modo de aproximarse a la verdad, de tratar de descubrirla y añadí que las ideologías impiden o al menos entorpecen ese diálogo. En primer lugar porque aspiran a explicarlo todo desde una serie de premisas que se asumen dogmáticamente y que, en tanto que dogmas, son inatacables, no están sujetas a discusión. Y, en segundo lugar, porque a nadie le gusta que le contradigan: cuando uno profesa una ideología está más interesado en lo que él tiene que decir que en lo que otros le dicen. Es el «más que una pregunta, tengo una reflexión» de cuando termina una conferencia.

Pero también escogí hablar de Sócrates por otro motivo: soy consciente de que el diálogo es imposible en una sociedad tan atomizada como la nuestra. Porque yo no tengo tan claro que hoy estemos, como dijo Meloni, huérfanos de identidad; tiendo a pensar que estamos empachados de ella. Tenemos cientos de identidades —en su mayoría falsas— y todas son igualmente válidas independientemente de si se adecúan o no a la realidad: basta con que uno se perciba a sí mismo de un modo determinado para que asumamos que, en efecto, es de ese modo determinado. Y eso sucede entre otras cosas porque la libertad de expresión se nos ha ido definitivamente de madre: hoy no sólo podemos decir lo que nos venga en gana; es que además podemos serlo.

Con todo, al final de mi breve ponencia traté de tranquilizar a mi amigo y al público que resistió estoicamente mi turra. Les dije, porque lo creo, que esto no durará para siempre, que son los últimos coletazos de un mundo en decadencia, moribundo, que no tardará en desaparecer porque eso es lo que se ha propuesto, y que luego vendrá otro. Luego abrí el turno de reflexiones: no me hicieron una sola pregunta.

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