viernes, mayo 3, 2024
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Escribir cuando uno está triste

Hace algún tiempo, Julito Llorente publicó un artículo contraponiendo dos formas de escribir: la de aquellos que —como él, como Máiquez— necesitan estar alegres y la de aquellos que necesitan estar tristes. A mí me incluyó en ese segundo grupo, pues yo había asegurado muchas veces que mi inspiración sólo brota a partir de la aflicción y la pesadumbre y que, de estar contento, jamás se me ocurriría sentarme a escribir, como le sucede a Keith Richards.

Lo cierto es que siempre he creído que la inspiración funciona de ese modo; siempre he creído que quien escribe lo hace porque necesita aliviar una pena, aun cuando esa pena no es más que recuerdo y aun cuando su intención sea contar cosas alegres. Pienso, además, que incluso los artistas alegres necesitan haber estado en algún momento tristes y haber cobrado conciencia de esa tristeza, siquiera sólo para regodearse en su alegría. Chesterton, que perdió a un hermano en la guerra, que dio durante mucho tiempo tumbos entre ideologías y doctrinas de toda clase es un buen ejemplo de ello. 

Pero ahora que me veo asediado por una tristeza que torna mis días en insoportables sucesiones de minutos tengo que dar la razón a Julito: no se puede escribir cuando uno está verdaderamente triste. Se necesita algo de distancia, algo de indiferencia; se necesita, en fin, haber superado la tristeza. De lo contrario, uno será incapaz de hilvanar frases con algo de sentido y será, sobre todo, incapaz de describir esa pena que lo invade.

Nótese que digo «tristeza» —en general, sin especificar— y no «melancolía», que sería algo así como un tipo de tristeza. Y lo hago porque sí creo que la melancolía puede ser una buena fuente de inspiración; al fin y al cabo, permite recrearse en recuerdos de personas, de olores, de paisajes y sublimarlos, y hacerlos eternos, aunque vivan el resto de la eternidad en un folio o en una página web. Pero la melancolía es precisamente eso: una tristeza superada, distante, pasada. En cambio, la tristeza profunda y penetrante, esa que lo postra a uno en la cama y lo impide pensar en cualquier otra cosa malogra la prosa y el ingenio de cualquiera. Especialmente el mío, que hace ya que se fue y no parece que vaya a volver pronto.

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