viernes, abril 26, 2024
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80 años del Blitz: Gran Bretaña, la isla irreductible, por Fernando Díaz Villanueva

El 22 de junio de 1940 Francia se rindió ante los alemanes. Toda Europa occidental desde Polonia hasta la frontera Franco española estaba controlada directamente por el Tercer Reich. El ejército alemán también había ocupado Noruega para evitar que los aliados accediesen a Escandinavia y al mar Báltico , y por el flanco sur, dos regímenes amigos -el de Mussolini en Italia y el de Franco en España- completaban un mapa teñido de esvásticas. En el occidente europeo sólo quedaba libre el Reino Unido, cuyo cuerpo expedicionario había tenido que salir huyendo de Dunkerque a principios de junio.

En Berlín Adolf Hitler pensó que el Gobierno británico no tardaría en pedir la paz, una paz humillante por supuesto, que pondría la guinda final a una guerra triunfal qué había comenzado solo diez meses antes en la ciudad de Danzig. Ni Estados Unidos ni la Unión Soviética habían entrado aún en la guerra, por lo que todavía se podía hablar de un conflicto esencialmente europeo con algunas ramificaciones globales en las colonias ultramarinas anglofrancesas. Pero los británicos no estaban dispuestos a rendirse. Conocían bien sus fortalezas y tenían motivos fundados para sospechar que de aquella saldrían bien librados. Para empezar Gran Bretaña era una isla lo cual complicaba bastante la invasión. Los alemanes contaban con un poderoso Ejército de Tierra, la Wehrmacht, y con una Fuerza Aérea respetable, la Luftwaffe, pero su armada, la Kriegsmarine, era muy inferior a la británica. De modo que, si el Gobierno del Reino Unido decidía no rendirse, no sería sencillo invadir el país y someterlo por la fuerza porque habría que trasladar las tropas en transportes marítimos y luego proceder a la invasión propiamente dicha. Eso implicaba neutralizar a la Armada británica y eliminar del aire a su Fuerza Aérea

Sin estos dos requisitos previos la invasión no tendría éxito. En Londres acababa de llegar al despacho del primer ministro un tipo llamado Winston Churchill que estaba resuelto a resistir lo que hiciese falta. No era un suicida. Churchill sabía de las ventajas con las que contaba su país. Aparte de la insularidad y de la superioridad de su armada, el país no estaba solo. El Reino Unido tenía en aquel entonces el mayor imperio colonial del mundo. En América, Canadá y la Guayana. En Asia, el gran dominio de la India que incluía a las actuales Pakistán, Bangladesh y Birmania. En extremo oriente, Malasia y Singapur. En Oceanía, Nueva Guinea, Australia y Nueva Zelanda. En África, medio continente, un pasillo gigantesco que iba de Alejandría en Egipto a Ciudad del Cabo, más la gran colonia de Nigeria. La isla podría recibir refuerzos y vituallas desde todos los rincones del mundo, por lo que no sería tan fácil rendirla por hambre. Contaban además con la simpatía manifiesta de Estados Unidos por lo que no era descabellado resistir.

Esto en Berlín lo descontaban. El Reino Unido no era Francia, sobre la que se podía pasar la apisonadora de la Wehrmacht y con ello neutralizar toda su capacidad de resistencia. Francia tenía también un imperio colonial, pero era de menor tamaño y mucho menos próspero. Poco podía hacer el África occidental francesa por la metrópoli o la lejana Indochina, que no tardaría en caer en manos japonesas.

Puesto ante la evidencia de que Gran Bretaña habría que invadirla por las malas, en el cuartel general alemán empezó a trazarse un plan que dieron en llamar “León marino”. Constaba de dos movimientos sincronizados. Primero la Luftwaffe se centraría en sacar a la RAF de los cielos. Una vez conseguido eso, tres ejércitos alemanes cruzarían el canal. Dos desde Normandía y uno desde Bélgica. Tomarían los principales puertos del sur como Portsmouth, Southampton y Dover, desde allí avanzarían hacia Londres, qué está a menos de cien kilómetros de las costas del canal. Una vez caído Londres el resto del país y todo su imperio se rendirían. Sería la mayor victoria alemana de la historia. Hitler estaba exultante. A fin de cuentas, todo le había salido bien desde el referéndum del Sarre en 1935. Luego vendría la remilitarización de Renania en el 36, la anexión de Austria en marzo del 38, la de los Sudetes en septiembre de ese año y la formación del protectorado de Bohemia en marzo del 39. Es cierto que la invasión de Polonia en septiembre de 1939 había hecho estallar una guerra a gran escala, pero todo iba sobre ruedas. Polonia había pasado a la historia y, entre medias, se había adueñado de Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Noruega y Francia. Todo en nueve meses, el tiempo de un embarazo.

No había motivos para pensar que con el Reino Unido en la cosa iba a ser diferente. Quizá se resistirían algo más, pero terminarían cediendo porque no existía ejército en el mundo como el alemán, ni desde el punto de vista técnico ni por la indestructible la moral de sus soldados tras una cadena de victorias tan atronadora. Pero la operación “León Marino” no funcionó como estaba previsto. Los británicos tenían menos aviones, pero los utilizaban mejor y además combatían en casa. La RAF tenía una ventaja añadida: el radar, un novedoso invento que permitía a los británicos anticipar los ataques, prepararse y responder. Instalaron estaciones de radar en toda la costa desde Cornualles hasta Escocia y retiraron del canal a los convoyes de la armada para que no fuesen objetivo de la Luftwaffe. Las patrullas aéreas cruzaban el canal y se internaban en el espacio aéreo británico. Ahí estaban esperando los Supermarine Spitfire británicos, un tipo de caza muy nuevo que era tremendamente ágil, rápido y estaba armado con hasta ocho ametralladoras en algunas versiones. Los bombarderos alemanes Heinkel 111, pesados y no muy maniobrables, eran presa fácil de los Spitfire, lo que obligaba a escoltarlos por cazas Messerschmitt 109, que eran buenos aparatos, pero contaban con una autonomía muy limitada. Los británicos, por el contrario, podrían aterrizar en cualquier momento, cargar combustible, munición y regresar al aire.

La operación “León Marino”, que había comenzado en junio con tanto optimismo, fue desinflándose con el curso de las primeras semanas de verano. En agosto ya se veía que aquello era realmente complicado. La intención de los alemanes era dejarlos sin aeródromos y sin industria, lo que hacía más compleja todavía la operación porque requería habilidades quirúrgicas. Hitler no quería bombardear a la población civil porque estaba convencido de que iba a ganar y no quería ponérsela en contra. Pero a finales de agosto cuando una flotilla trataba de bombardear unos depósitos de combustible junto al Támesis, algunas bombas cayeron en barrios poblados del este de Londres. Para vengar la afrenta la RAF concibió el ambicioso plan de realizar un contragolpe en suelo alemán. La noche del 15 de agosto una escuadra británica se internó en Alemania y dejó caer algunas bombas sobre Berlín. La guerra ya estaba en casa. Aquello era una humillación intolerable, el orgullo de Hitler quedó muy herido, en ese mismo instante, en justa correspondencia, dio órdenes de bombardear también a la población civil. Había que bombardear Londres hasta la extenuación con todo lo que se tuviese a mano. Eso no serviría para evitar que los Spitfire despegasen de los aeródromos, pero se desmoralizaría a la población que, llegado el momento, suplicaría la rendición al Gobierno de Winston Churchil.

El cambio de estrategia se demostró un error porque, libres de amenazas, las bases aéreas británicas se multiplicaron y la industria pudo concentrarse en fabricar más aeronaves y ponerlas en el aire en tiempo récord. Lo que quedaba meridianamente claro en septiembre era que Inglaterra no sería pan comido como habían supuesto al principio. Llegaba el otoño y la proyectada invasión por el canal tendría que aplazarse hasta el año siguiente. Así que sólo quedaba el castigo para ir reblandeciendo a los británicos hasta que en la primavera de 1941 se permitiese el alto Estado Mayor alemán replantearse una invasión terrestre.

El gran defensor de la estrategia aérea, el mariscal del Reich Hermann Göring, quería además salvar su propio pellejo. Su adorada Luftwaffe no había conseguido nada en dos meses a diferencia de la Wehrmacht, que había derrotado a Francia en sólo tres semanas, o de la Kriegsmarine, cuyos submarinos se habían adueñado del canal y estaban poniendo en jaque los suministros que llegaban a Gran Bretaña por el océano Atlántico. Göring necesitaba alguna medalla que colgarse ante el Führer, y así fue como nació el Blitz, una campaña de bombardeos aéreos constante e indiscriminados sobre las grandes ciudades del sur y el centro de Inglaterra durante el otoño, el invierno y la primavera de 1940-1941. La intención era que los británicos especialmente los londinenses no conociesen descanso y sintiesen la guerra en sus propias carnes.

Pero las operaciones aéreas en invierno eran mucho más complicadas que en verano. Por un lado, el tiempo atmosférico era mucho peor, más aún en una zona de Europa célebre por sus inclementes borrascas. Por otro las horas de luz solar se reducían mucho, lo que obligaba a atacar de noche. Hoy volar de noche es algo común. Los aviones operan por la noche con la misma seguridad que durante el día, pero en 1940 aventurarse en el aire más allá del ocaso era todo un desafío. Un bombardero alemán qué despegarse de Normandía en una noche cerrada, ¿cómo iba a encontrar su rumbo hasta una ciudad concreta en el centro de Inglaterra?

Podríamos pensar que guiándose por las luces de las ciudades, pero los ingleses las apagaban para no ponérselo fácil al enemigo, así que los ingenieros alemanes tuvieron que inventar un sistema de navegación por radio que condujese a sus bombarderos hasta el objetivo de cada misión. Realmente entre sistemas: el Knickenbein, el X -Gerät y el Y-Gerät. Para hacerlos funcionar instalaban unas torres de radio en Alemania que señalaban el objetivo. Los tripulantes de los bombarderos cuando identificaban que ambas señales de radio convergían abrían la trampilla de las bombas. No era muy preciso, pero al menos impedía que las bombas callesen el medio del campo. Esto empujó a los británicos a ingeniar contramedidas mediante la emisión de señales falsas radiadas desde territorio británico para engañar a los bombarderos. Aparte de eso, crearon falsos aeródromos y falsas fábricas que se iluminaban de noche para que los pilotos alemanes las viesen desde el aire y no pudiesen resistir la tentación de acudir a ellas y descargar sus bombas. Los alemanes sabían que el enemigo empleaba este tipo de artimañas, pero siempre quedaba la duda de si ese aeródromo era real o fingido, por lo que lo más prudente era quitarlo de en medio cuanto antes. Si era real los temidos Spitfire despegarían de él unas horas más tarde y eso complicaría las cosas.

Los pilotos alemanes sabían que volaban sobre suelo enemigo. Si los derribaban y conseguían salir con vida serían apresados o disparados en tierra. Si un británico era derribado y sobrevivía, la población le trataría como a un héroe, le atendería y podría regresar a su base. Para Alemania un avión derribado traía también la pérdida de la tripulación. Para los británicos no. Formar a un piloto o a un oficial de radio llevaba tiempo. No bastaba con entregarle un fusil, un casco y mandarle al frente en un tren militar tras una breve instrucción. Los pilotos eran muy valiosos, especialmente los experimentados con muchas horas de vuelo a sus espaldas. Perder uno constituía una tragedia porque eran difíciles de reemplazar. En la guerra aérea no hay carne de cañón por lo que había que minimizar la posibilidad de derribo planificando las operaciones con detalle. Tenían que ser rápidas quirúrgicas y lo más efectivas que fuese posible. No había peor fracaso que enviara una escuadrilla a las Midlands para bombardear Birmingham y que se perdiesen la mitad de los aviones, mientras la otra mitad arrojaba sus bombas sobre un sembrado matando en el mejor de los casos a un par de vacas.

Durante el Blitz la idea era machacar a las grandes ciudades, pero sobre todo a Londres que era la capital y en cuyos límites vivían en aquel momento unos 8 ó 9 millones de personas. Un quinto de toda la población británica residía en Londres y sus inmediaciones. Un área de unos 2.000 kilómetros cuadrados densamente poblada, muy industrializada y cercana al continente. Del Puente de la Torre en Londres al lado francés del canal hay sólo 150 km en línea recta. Un Heinkel 111 cargado con cinco toneladas de bombas podría ir, descargar y volver sin problemas de autonomía y, al estar cerca, su tiempo de exposición a los Spitfire británicos era mucho menor. Había que centrarse en Londres por cuestiones operativas y también estratégicas. De nada servía bombardear Liverpool si Londres y su entorno seguían funcionando. En Londres se decidiría todo, pero no sería una batalla rápida y, mucho menos, corta. Harían falta muchos meses y el mayor asedio aéreo de la historia para deshacer el nudo.

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