jueves, abril 25, 2024
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La Union Jack frente a la Rojigualda

La Union Jack, la bandera del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y que estos días veremos ondear con motivo de la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra y su sucesión en Carlos III, es un compuesto de las tres banderas de los reinos de Escocia, Irlanda e Inglaterra cuya versión final, actual, apareció en 1801, al producirse la unión entre Gran Bretaña (Escocia e Inglaterra, que incluía el principado de Gales) e Irlanda. Hasta ese momento, Irlanda, que ya pertenecía a la unión desde 1603, con Jacobo VI (el arrogante “defensor de la fe” que critica nuestro Francisco Suárez en su obra homónima), no se vio representada en la bandera. Irlanda, país católico, y por lo tanto con una autoridad eclesiástica distinta de la de Inglaterra y Escocia, tras la reforma anglicana, tuvo por este motivo un modo muy diferente de integrarse en la Unión (hasta el punto de terminar separándose, ya en el siglo XX). 

La Union Jack (llamada así porque se utilizaba en el pabellón de proa -en inglés, jack– de las embarcaciones de combate británicas), es una fusión de la emblemática ligada a los santos patronos de cada uno de los miembros de la Unión: la bandera de Inglaterra proviene de la cruz de San Jorge, la de Escocia de la de San Andrés y la de Irlanda de la de San Patricio. La cruz de San Jorge y el aspa de San Andrés, en cualquier caso, son emblemas que figuran en muchos otras banderas y símbolos emblemáticos de otros países u organizaciones del área de difusión cristiana.

El símbolo del Reino Unido fue, además, utilizado por los miembros de la Commonwealth, y figura aún en la emblemática vexilológica de buena parte de sus miembros, sobre todo en el ámbito geográfico de Oceanía (Australia, Nueva Zelanda, etc).   

Es un símbolo, en todo caso, indiscutible a nivel institucional, tan sólo discutida en el ámbito del conflicto procedente del ámbito irlandés, hoy día “dormido”, latente, después de un siglo de conflicto abierto, “caliente”, tras la constitución, entre 1916 y 1922, de la actual República de Irlanda. De hecho, hasta 1949, ya tras la II Guerra Mundial, y con el desmoronamiento del imperio británico (el Reino Unido gana la guerra, pero pierde el Imperio), no se declara la República irlandesa (II república), eliminando todos los deberes con el “Rey de Irlanda”, cuyo título, a partir de ese momento, se considerará inapropiado. La recién fallecida Isabel II dejaba de ser reina de Irlanda, y así se reconocía en 1953, cuando el parlamento del Reino Unido aprobó la Royal Style and Titles Act y en donde figuraba por primera vez “Irlanda del Norte” (pero no Irlanda, sin más). Irlanda adoptaba otra bandera, tricolor, y abandonaba la Union Jack.

Por nuestra parte, en España, durante ese período, desde los años 20 a la actualidad, ha habido un combate sordo, acallado, por los símbolos, que ya tiene décadas, y que alguno ha bautizado con el difícil nombre de guerra vexilológica. 

No es fácil, en todo caso, establecer los vínculos que pueda haber entre una sociedad política y aquellos emblemas, bien sonoros bien visuales, que la representan. Estandartes, pendones, banderas, escudos e himnos han cumplido, en diversas circunstancias históricas, distintas funciones (sobre todo ligadas al contexto bélico y comercial). 

Asociadas a la nación contemporánea, y aparecidas durante su formación a partir del siglo XVIII, banderas, escudos e himnos nacionales son actualmente instituciones políticas (que suelen figurar reconocidas en las constituciones jurídicas) y que, en tanto que emblemas suyos, cumplen actualmente funciones tanto representativas como distintivas para determinada sociedad política (o para un fragmento suyo). Emblemas que además no son mudos, sino que llevan incorporados, en los distintos signos que los componen, parte de la historia de esas naciones y así destacar en ellos, a modo de esquema, lo más característico o representativo de las mismas. El escudo, la bandera o el himno, buscan, así, una representatividad íntegra de la nación, nunca de una parte (ya sea regional, social, etc).

De esta manera, el himno de España es una Marcha Real, un paso de origen militar, una de cuyas características más sobresalientes, además de ser el himno más antiguo de Europa (en tanto que himno nacional), es que no dispone de letra. La Marsellesa, por su parte, nacida también en un contexto bélico, dispone de una letra que empuja a tomar las armas para resistir las tiranías contrarrevolucionarias que querían acabar con las ideas de 1789. La letra del God save the Queen (o the King) británico, sin embargo, es una auténtica hagiografía de la realeza (hay que tener en cuenta que la reina de Inglaterra, recién fallecida, era también -y lo es ahora su sucesor, Carlos III- la papisa de la iglesia anglicana). El himno de los EEUU es un canto a su bandera, de las Barras y Estrellas; el alemán, como el ruso, una celebración de su unidad, etc. El soviético, por su parte, era una alabanza al partido de Lenin (el ruso actual volvió a adoptar el soviético, aunque cambiando la letra).

Las naciones contemporáneas, pues, y al margen del origen de su emblemática representativa, han normalizado su uso y ahora, en eventos internacionales, edificios oficiales, etc, esos emblemas representan, insisto, a la nación en su integridad, abstrayendo, en buena medida, su origen.

Sin embargo, en España se ha desarrollado toda una guerra de símbolos resultado, fundamentalmente, de la asociación de los actuales emblemas nacionales (bandera rojigualda, himno y escudo) con el régimen anterior, el franquista, y no verlos como representativos de la integridad nación. Este bloqueo se produce porque, en España, en el proceso de la institucionalización de la emblemática, ha mediado una guerra civil, de tal modo que los actuales símbolos nacionales no dejan de ser vistos por muchos -recordemos las palabras de Pablo Iglesias Turrión al respecto- como representativos del bando victorioso en esa guerra, el franquista.

Así, en ciertos ámbitos sociales no se asumen el himno de la Marcha Real, la bandera rojigualda y el escudo borbónico como propios de la nación española, queriendo restaurar, generalmente, la emblemática, igualmente española, segundorepublicana (bandera tricolor, escudo sin coronas y con la muralla de Ávila, y el himno de Riego). Otros, por su parte, desde el nacionalismo fragmentario, aprovechan este desistimiento republicano de la actual emblemática nacional para buscar la adopción de símbolos regionales, por ejemplo, en el País Vasco o en Andalucía, que son, sin embargo, del todo incompatibles con la emblemática común, no existiendo armonía entre los emblemas regionales y los nacionales. Tanto la ikurriña, elaborada por cierto sobre la base de la Union Jack británica, como la bandera blanquiverde, inventadas por Arana y por Blas Infante respectivamente, son representativas de proyectos que contemplan, de una manera o de otra, la desaparición de España como nación (cosa que para nada ocurre con la emblemática segundorepublicana). Así que la no asunción de la emblemática nacional actual por unos o por otros, por el republicanismo español o por el nacionalismo fragmentario, tiene un sentido muy diferente, y no se puede confundir: mientras el republicanismo no pone en cuestión a la nación (o no tiene por qué hacerlo), el nacionalismo fragmentario conduce necesariamente a la balcanización.

Es más, mientras que aquí, en España, la variación entre la emblemática monárquica y la republicana es relativamente pequeña (parte de la misma base, para sólo cambiar un color de la bandera y descoronar el escudo), en el Reino Unido el republicanismo ha conducido a la balcanización, en el caso irlandés, por el carácter sacro (cesaropapista) de la corona inglesa. Los irlandeses tenían que dejar de ser súbditos de la corona británica si querían rezar al Dios católico, cosa que nunca ocurrió en España, en donde en ningún caso hubo regiones que pertenecieran a un ámbito religioso distinto del resto, ni tampoco reyes que fueran jefes del poder eclesiástico.

En definitiva, la Union Jack es una bandera, esta sí, más representativa de la Corona británica (con su carga eclesiástica), y no de una nación, mientras que la rojigualda lo es de una nación, la española, y no tanto de la Monarquía, siendo mucho más adaptable a un cambio de régimen político. Una posible república en Gran Bretaña tendría que abandonar completamente esa emblemática unionista para adoptar otros, como sucedió, en efecto, con la republicana Irlanda.

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