viernes, abril 26, 2024
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Srpski Inat

Hace poco me presentaron a un hombre que había estado diez años trabajando en Serbia. Manolo, se llamaba. Me contó que había llegado allí casi por casualidad, porque le habían destinado, y que una vez lo descubrió no quiso marcharse. Además, añadió que un serbio es lo más parecido a un español que ha encontrado: hospitalario, buen bebedor y manso hasta que le tocan los huevos. Y a los serbios se les ha tocado mucho los huevos.

Estos días, recorriendo Belgrado junto a Niki, he recordado los apuntes de Manolo y he comprobado que no exageraba. Claro que ella también ha ayudado: antes de conocerla, Serbia no era para mí más que un aliado geopolítico, un país con el que fundamentalmente compartía enemigos. Pero han bastado un par de visitas para darme cuenta de que, en efecto, el pueblo serbio tiene algo especial, algo que nuestro Occidente, ya decrépito, ya en las últimas, no logra entender. Djokovic lo llama srpski inat; algo así como la fuerza, el espíritu serbio que «persevera y muestra coraje y voluntad» cuando las cosas se ponen feas.

Ese espíritu se hace muy evidente cuando uno visita Belgrado, pues se ve, que no intuye, en cada esquina, en cada calle. Uno casi podría decir que allí se respira patria, pueblo, tradición independientemente de que haya quien vote a Vucic y quien prefiera, en cambio, a Dacic. Supongo que tiene que ver con que los hayan maltratado tanto, con que turcos, austrohúngaros, alemanes, soviéticos y yanquis hayan tratado de subyugarlos. Claro que ellos siempre han mostrado un valor rayano en la inconsciencia. Como cuando repelieron a los nazis en las montañas de Bosnia. Como cuando se negaron a convertirse en un satélite de la URSS.

Serbia es, en este sentido, la prueba de que los efectos del capitalismo son a la larga mucho más nocivos que los del comunismo: mientras que el primero mata el alma de los pueblos, el segundo, obstinado en matar el cuerpo, termina por reavivarla. Sólo así se explica que no haya más división en su sociedad que la que pueda darse entre los aficionados del Partizán y el Estrella Roja; sólo así se explica que sus iglesias —como las rusas, como las húngaras— sigan atestadas.

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