sábado, mayo 4, 2024
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Las dos Españas

El verano en España siempre trae consigo, además de guiris, sol y empleo estacional, un enfrentamiento que es particularmente divertido: el de los que prefieren el norte contra los que prefieren el sur. Y es un enfrentamiento radical, pues uno está obligado a tomar parte; no caben medias tintas, ni punto intermedio, ni centro centrado. Un poco como en los años treinta, en los que o bien se era comunista o bien se era fascista: demócratas no había ninguno.

Yo ese enfrentamiento lo tengo en casa. Niki es de sur, muy de sur, y le gusta pasar sus vacaciones allí, a treinta, ¡a cuarenta grados!, porque siempre hace sol y nunca llueve. «Si tengo algunos días de vacaciones, quiero poder aprovecharlos», dice como si la lluvia ocasional molestase más que ese calor sofocante que ni por la noche amaina. Ella es feliz en su Marbella; tanto, que hasta llama playa a ese trocito de arena al que baja a tomar el sol y mar a ese charco caliente lleno de piedras en el que se baña. No le importa tener que reservar hasta para tomar un helado, ni pagar catorce euros por un Seagrams con tónica. En el sur, dice, es que hay mucho ambiente.

Yo, en cambio, esgrimo otra clase de argumentos para defender mi norte. Allí las playas son playas, con su espacio para jugar al fútbol o a las palas y su agua fría, que le quita a uno la resaca con sólo sumergir la cabeza. Y hay menos ambiente, supongo, si por ambiente se entiende hacer cola hasta para sacar al perro. Pero hay otro motivo ante el que los sureños no pueden siquiera rechistar: mientras que en el sur todo se reboza, todo se fríe, en el norte puede uno comer como es debido en casi cualquier sitio. Y además puede hacerlo a una temperatura moderada, compatible con la vida humana, esto es, de camisa de lino por el día y chaqueta por la noche.

Pero por muy definitivo que me parezca a mí este argumento gastronómico, no parece suficiente para convencer a Niki, que sigue en sus trece. Creo que esa es la característica fundamental de los partidarios del sur, que no atienden a razones. Uno puede enseñarles los acantilados cántabros, llevarlos a pasear por la playa de Melide y hasta invitarles a un guiso de rape de esos que se comen en Villagarcía y ni con esas conseguirá alterar su opinión: seguirán prefiriendo el pescaíto frito.


Estos últimos días los hemos pasado en Galicia y la batalla se ha recrudecido. Diría que cada uno se ha vuelto más extremista de lo suyo, más intransigente con lo del otro. Yo no he hecho más que cantar las bondades del lugar, exagerándolas hasta el ridículo, para tratar de convencerla; y ella ha señalado cada nube, denunciado cada banco de niebla, mientras me recordaba lo bien que lo hemos pasado este verano en el sur. Y lo digo aquí porque sé que no me va a leer: tiene un poco de razón. No porque aquello sea mejor, sino porque importa mucho más el con quién que el dónde. Y mi con quién redime el calor, las copas caras y las colas; mi con quién es mejor que un acantilado, una playa y un guiso de rape; mi con quién es, en fin, casi tan bueno como una mariscada.

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