martes, abril 30, 2024
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Despotismo sanitario

Hay dos tipos de españoles: los que detestan Francia y los que detestan Inglaterra. Ese presunto tercer tipo que vendría a ser odiador de ambos no existe, pues al final siempre se termina prefiriendo uno frente a otro. Yo, lo confieso, soy de los segundos, de los que sólo se refieren a Inglaterra como «la pérfida Albión»; de los que detestan ese puritanismo tan protestante que ha corrompido también el mundo católico; de los que, en fin, procuran mear siempre apuntando a Londres. 

De momento, parece que he elegido bien. Y no sólo porque los franceses lean en masa a Houellebecq o porque la Agrupación Nacional cautive a una parte sustancial del electorado, sino porque estos últimos días, en los que Macron se esfuerza por imponer la vacunación obligatoria, ellos han tomado las calles. Es cierto que también ha habido manifestaciones en Atenas, Londres, Sídney y Turín, pero ninguna ha amedrentado tanto a sus gobiernos. El ejecutivo francés sí ha reconocido su preocupación: temen que las marchas deriven en una revuelta similar a la de los chalecos amarillos en 2018

Entretanto, los gobernantes españoles no temen. Y no me refiero sólo al doctor Sánchez y sus tropecientos ministros —que también—, sino a todos esos presidentes autonómicos que se han propuesto ser más papistas que el Papa con esto del virus. Juanma Moreno, por ejemplo, se ufanaba hace unos días de que nadie podrá entrar en los locales andaluces de ocio nocturno sin presentar un certificado de vacunación o sin demostrar que no está contagiado. También Feijóo se ha propuesto exigir a los hosteleros que ejerzan de policías, y Revilla, que comparte con él ese deje caciquil a pesar de no haber sido visto —todavía—en lanchas de narcos, ha revelado su intención de sumarse. 

Con todo, lo más preocupante es el entusiasmo de la gente, que pide al Estado más restricciones, más vacunas, más despotismo sanitario. Claro que lo hace condicionada por la intensa campaña mediática: si uno ve esos telediarios en los que se suceden muertes, ingresos y nuevas cepas, probablemente termine reivindicando lo mismo; probablemente termine exigiendo, con Garicano y Macron, que se recluya a los no-vacunados en sus casas. Luego, eso sí, se preguntará cómo pudo arrasar Hitler en las elecciones de marzo del 33.

Nos equivocaríamos pensando que el único culpable es el Gobierno, y no sólo porque en cierto modo sea una cuestión global: callamos mientras los pequeños comercios se arruinaban al tiempo que Amazon multiplicaba su facturación; callamos mientras los hosteleros se veían abocados a echar el cierre y se obligaba a los autónomos a pagar su cuota sin poder trabajar; callamos con los ERTE, las mascarillas, los comités de expertos. Ahora, en cambio, alzamos la voz para pedir —¡para exigir!— apartheid sanitario. Ojalá se hubiese puesto el mismo ímpetu en defender a los nuestros. O sólo la mitad: con eso habría bastado

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