viernes, abril 26, 2024
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Británicos en Benidorm

Cuando leí ayer en ABC que los británicos han vuelto a tomar Benidorm sentí un escalofrío. La noticia, claro, celebraba el retorno de los habitantes de La pérfida, que han llegado «hambrientos de sol» para «llenar los bares» después de un tiempo recluidos en su isla. Con razón recelaba yo de la nueva normalidad.

En cualquier país sano —o en la España de hace no tantos años— esta noticia habría suscitado cierta inquietud, cierta preocupación, pues nadie ignora los problemas que entraña la llegada masiva de turistas —que no viajeros— dispuestos a «darlo todo» (ABC dixit). No así en nuestra España, que vive de lo mismo que cualquier república caribeña. Precisamente por eso, la inquietud natural debe ser sustituida, también en la prensa, por júbilo, servilismo y agradecimiento. 

«Por la noche les cuesta controlarse y no se saben las medidas que todavía hay aquí», ha dicho un hostelero al que ABC ha preguntado. Pero, añade, se trata sólo de «casos puntuales». Así, resulta que los británicos desfasando en Benidorm son casos aislados —puntuales, sin importancia— mientras que los botellones, las reuniones de mucha gente o las fiestas clandestinas revelan actitudes incívicas, insolidarias y egoístas. Sobre todo si son los jóvenes españoles los que se desmadran: entonces, abren el telediario. 

Esta es, en fin, la España que tenemos. Y, a veces, más que como madre hay que quererla como a ese hijo adolescente que pone a prueba nuestra paciencia cada día. La hemos visto ser evangelizadora del orbe, martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma. La hemos visto, incluso, ser potencia industrial. Pero es ahora, llena de complejos hoteleros, rascacielos a pie de playa, campos de golf y turistas borrachos, cuando más nos necesita.

Quererla en nuestro tiempo pasa por defenderla frente a los que le impusieron la PAC y la obligaron a desindustrializarse; por oponernos a los que la han transformado en el parque temático de Europa. Un parque temático, por cierto, que hace las veces de hotel, de puticlub, de discoteca o de taberna según convenga. Y, peor todavía, que obliga a muchos a convertirse en botones, meretrices, porteros o camareros durante, al menos, dos meses al año. Empleo estacional, lo llaman. Todo un avance esto de la Unión.

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