martes, abril 16, 2024
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Violencia y plusvalía

Mi querida N. suele pedirme que no hable de política en las cenas; y no tanto porque le aburra como porque, dice, me pierden las formas. Pero es inevitable que de vez en cuando salga esa clase de temas y yo, para su desgracia, casi siempre me revelo incapaz de contenerme. 

La última vez que sucedió eso fue hace dos semanas. Fuimos a cenar con amigos y no tan amigos y yo tuve que aguantar los comentarios disparatados de un banquerito que pretendía convencerme de que el capitalismo es fruto de la evolución natural de la economía. Sostenía algo así como que del «te cambio tres pollos por un cerdo» al «cobro diez euros la hora» no hay un salto lógico; y yo, claro, que el salto es casi mortal. Luego, lo confieso, me puse turras y le terminé contando, poco más o menos, lo que hoy os cuento a vosotros.

Es urgente derribar la falsa creencia de que las leyes mercantiles —lo de los pollos y el cerdo— devienen por su propia naturaleza en leyes capitalistas; entre otras cosas porque si eso fuese así al capitalismo sólo podría oponerse un necio. Y esa creencia es falsa fundamentalmente por dos motivos; uno de tipo económico y uno de tipo histórico. Del económico, que es la introducción de la plusvalía, no puedo decir tanto como quisiera, porque tengo intuiciones, sí, pero no un conocimiento profundo. Por eso, me remito a la brillante explicación de Fernández Liria en Marx desde cero, que, él sí, acierta a contar por qué la plusvalía es un elemento absolutamente ajeno a las leyes de intercambio de mercancías; un elemento, en definitiva, que deviene producto y que incorpora necesariamente el capitalismo, pues responde a la concentración de los medios de producción y el alquiler de fuerza de trabajo:

«El plusvalor es un producto tan físico y material como las manzanas, la mantequilla o los misiles. Su característica es que es un producto que, a su vez, tienen que ser todos los otros productos en las condiciones capitalistas de producción, por la sencilla razón de que, siendo privada la propiedad de los medios de producción, a nadie se le ocurriría emplearlos en la producción de algo que no fuera un “más valor” que el que paga o invierte en esa producción».

El otro motivo, el histórico, es más evidente, y a él dedica Belloc una gran parte de El Estado servil. Consiste sencillamente en señalar que el capitalismo logró imponerse gracias al uso de la violencia. Las expropiaciones en Inglaterra son un buen ejemplo de ello, pues ¿qué campesino habría preferido desplazarse a Mánchester para trabajar en una fábrica de haber podido mantener sus tierras y, con ellas, el fruto de su trabajo? Si se le quería llevar a una fábrica, si se le quería convertir en fuerza de trabajo, había, primero, que despojarlo de sus medios de producción, de sus condiciones de existencia. En este sentido, el testimonio de Humboldt sobre la situación de los balleneros en Nueva España que cita Fernández Liria es también muy pertinente. El polímata prusiano se dio cuenta de que, mientras que la industria ballenera proliferaba en la costa este de lo que hoy es Estados Unidos, en las provincias españolas, que además tenían salida directa al Pacífico, era casi inexistente. Y le sorprendió, claro, porque la pesca de ballenas era muy lucrativa, pero terminó descubriendo el motivo: los españoles tenían garantizado el sustento, pues la naturaleza les proveía de lo necesario para subsistir: si les entraba hambre, sólo tenían que coger un plátano. Así, en época de Humboldt se barajaron varias opciones encaminadas a introducir a esos habitantes de Nueva España en lo que podríamos llamar «la dinámica capitalista». Y la conclusión más reveladora, que es aplaudida por muchos a pesar de que Humboldt la rechace, es la siguiente: hay que quemar las plataneras. O lo que es lo mismo: hay que despojarlos de sus condiciones de existencia.

Hay muchos, muchísimos ejemplos más de los medios violentos a través de los que el capitalismo logró imponerse. Y no quiero decir con esto que el uso de la violencia sea malo en sí mismo, pues hay ocasiones en los que está justificado; lo que quiero decir es que el que afirme que el capitalismo es fruto del desarrollo orgánico, natural y no intervenido del comercio está equivocado.

Por supuesto, mis comentarios en aquella cena no sirvieron de nada: sólo cinco minutos después se volvió a hablar de lo libres que somos gracias al capitalismo. Pero ojalá en la siguiente transacción de bitcoin, en la siguiente operación en bolsa, el banquerito se acuerde, siquiera durante dos segundos, de todos esos campesinos a los que se expulsó de sus tierras. Y que palme algo de pasta por despistarse. Sí: con eso me daría por satisfecho.

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