viernes, marzo 29, 2024
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Vergüenza

Van Morrison y Eric Clapton acaban de lanzar una canción escrita en comandita, con su correspondiente video, donde vemos a valientes británicos de todas las edades, sobre todo jóvenes, insurgiéndose ante la humillante obligación de portar bozal a estas alturas de la película. Ha pasado más de medio año y –por ejemplo- nadie de mi familia natural o política, ni de la de mis tres amigos íntimos, ha muerto de esta gripe. A cambio, innumerables empresas y empleos han sucumbido, la recesión galopa y los derechos civiles son pisoteados sin clemencia. 

No more lockdown, no more Government in my life –”no más encierro, no más Gobierno en mi vida”- canta la voz aguardentosa del genio ya anciano, que bien podía acoquinarse como miembro del principal grupo de riesgo. Por fortuna, prefiere ser miembro de la humanidad digna y previsora, que se niega a perseverar en un ensayo ya ensayado, cuya supervivencia solo puede traer miseria por una cara y aborregamiento por la otra, mientras autoridades nacionales e internacionales multiplican su jurisdicción ignorando nada menos que la individual en materia de movimiento y reunión. Toda suerte de lugares creados para estar juntos –y son inmensidad- han sido puestos a merced de idiotas y cobardes, supuestamente para servir al bien común. 

¿Cuándo una cuarentena ha seguido en vigor medio año después de declararse? ¿Cuándo ha sido nacional y global? Nunca jamás, señoras y señores, porque solo una aprensión maliciosamente manipulada considera admisible aislar a pueblos, comarcas y países enteros so pretexto de que trabajar viene después de vivir, como si se pudiera vivir sin trabajar más allá de un rato. Por supuesto, no ha faltado quien aprovecha para insinuar que la intemperie natural es un invento capitalista, a su vez un régimen incompatible con la vida, ni para mostrarse abierto al futuro de economato castrochavista; pero semejantes incoherencias solo saltarán la barrera del sentido crítico en entendimientos minados previamente por la hipocondría, y les recuerdo por eso algo que pasó y puede volver a pasar cualquier día, en este caso exhumando un texto de 1348, la Cronaca sienese de Agnolo di Tura: 

“En septiembre habían muerto 36.000 personas en Siena, y 28.000 en sus alrededores, dejando en la ciudad menos de 10.000 hombres, pasmados y casi insensibles. Yo enterré a mis cinco hijos con mis propias manos, mientras mil cosas como las minas se abandonaron. No describiré la crueldad que se adueñó de los campos”. 

Cada móvil contiene más de una versión de dicho escrito, aunque la casualidad de ser literófobos la mayoría de sus usuarios lo torne poco probable. Tranquiliza mi privada conciencia haber llamado “gripecilla” a esta cepa ya el 3 de marzo; pero me pregunto cuántos se plantearon de entonces a acá qué ruina nos buscábamos, y cuánto nos costará frenar el seudópodo totalitario regalado a toda suerte de gobiernos cuya meta es seguir mandando, como el de Sánchez e Iglesias. Lo único libre hasta ahora ha sido consentirse el miedo, y pasar por alto la magnitud de dolor que antes o después creará tal cosa.

La única función saludable del miedo es prevenir dolores innecesarios, pero eso está en las antípodas de suplantar lo real por fotonovelas ñoñas, como el aplauso vespertino colectivo a los héroes del estamento médico por no salir corriendo a esconderse, sufragadas por fans del folletín para seguir aparcando en una zona oscura de sus conciencias la certeza de que todos moriremos, y relativamente pronto. Es por eso tan aleccionador como oportuno seguir sabiendo que la pusilanimidad no cura, y que morir es lo de menos comparado con nacer y vivir como animales potencialmente racionales. 

Aunque no suelan airearlo los medios estándar de comunicación, en manos de todos está unirnos para hacer valer lo veraz, lo bueno, lo bello y lo justo  -cuatro lados de lo mismo-, un proyecto que lleva milenios alegrando a una amplia gama de almas, sin perjuicio de que haya milenariamente también almas ajenas a imaginar siquiera tal ánimo, y propensas por ello  a ahogarse en la palangana de su autoimportancia. Tras la siembra del recelo, llega el momento de escardar esa mala hierba, que en la práctica llama a juntarse, abrazarse y celebrar que no nos tocó la suerte de Agnolo di Tura, sin olvidar que este caballero fue un ciudadano con arrestos suficientes para sobrevivir y narrar lo ocurrido antes y después de aquella peste. 

Senil y achacoso, como sin duda algunos cientos de millones por todo el planeta, estoy seguro de que la mayoría cantamos ahora el “no más encierro, no más Gobierno en mi vida”, sin perjuicio de haber respetado el trimestre inicial de cuarentena. Aunque temeraria, aquella decisión me pareció justificable por filantrópica, y hacerse en el seno de las sociedades más prósperas de los anales. Pero  se trata de decidir sobre mañana mismo, sin gimotear por el agua derramada, ni omitir que los partidarios actuales del alarmismo o barren para casa –ampliando arbitrariamente su poder sobre los demás, y saboteando las instituciones como proponen los altermundistas- o pertenecen al segmento social llamado plebs en latín, cuyo denominador común es “ser la parte del pueblo que no sabe lo que quiere”. 

La definición es de Hegel, y merece leerse dos veces porque a nadie ofende, y quien sepa lo que quiere no pertenece a la condición plebeya, sea cual fuere su capital monetario. Otra cosa es qué proporción contestaría hoy “sé lo que quiero”, pues de mi generación hacia atrás abundan los dispuestos a añadir un “por supuesto”, y quizá desde los años 60 comienza a germinar en nuestro marco cultural lo único perverso de la afluencia, que los antiguos llamaban molicie por ir acompañada de motivación decreciente. Los músculos desaparecen al poco de no ser ejercitados, las almas adelgazan al ritmo en que desligan el ser del hacer. Merece algunos azotes quien le saca un palmo de altura a los padres, y tuvo el doble de horas pedagógicas que ellos, pero no aprendió todavía a amar resueltamente su destino. 

Seguro que otros ancianos quisquillosos me entienden perfectamente.

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