jueves, marzo 28, 2024
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Reinas… y cortesanas

Es fama que María Luisa de Parma, reina consorte y no Borbón claro, fue la principal cortesana del infame reinado de Carlos IV, y que brilló con luz propia en ambos sentidos del término «cortesana»: en el de las artes amatorias, y en su influencia política a través de las mismas. Como curiosidad previa y caso de ser cierto el furor amatorio de la de Parma, dicen que su nidito de amor es hoy un lugar de todos conocido: ¡el palacio de la Moncloa! (en aquellos entonces, Real Sitio de la Moncloa). Dejo a cada cual los comentarios jocosos.

Pero vayamos por partes. María Luisa de Parma no necesitaba de artes amatorias para influir en la política. Su carácter era, desde siempre, impetuoso rayano en lo soberbio. Cuenta el Padre Luis de Coloma que, nada mas firmar el contrato matrimonial con Carlos, futuro Cuarto de su nombre, exigió se le rindieran honores de Princesa de Asturias ¡y todavía no había salido de Parma! Un día, colérica, le espetó a su hermano Fernando: «Yo te enseñaré a respetarme, porque llegará un día en que seré reina de España y tú tendrás que conformarte con el Ducado de Parma».

Un historiador republicano pone en boca de don Melchor Gaspar de Jovellanos, el siguiente comentario: «En este día primero ambos recibieron a los embajadores de familia y ambos despacharon juntos con los Ministros de Marina y Estado, quedando desde primera hora establecido la participación del mando a favor de la reina como naturalmente y sin esfuerzo alguno».  Y esto, nada mas casarse. O sea que, Quod Erat Demonstrandum,  no le hacían falta para influir en política las artes amatorias de una cortesana. Tan solo las de una esposa.

Vayamos con lo de las artes amatorias. Y piénsese que no es lo mismo recoger datos de actos palaciegos como los anteriores (su afición al mando ha sido corroborado incluso por embajadores de otros países en aquellos tiempos), que de escenas de alcoba, aunque se desarrollen en el futuro palacio monclovita y otrora, caserón de huerta manchego.

La lista de amantes que se le atribuyen a la italiana es de no creer. Algunos con nombre propio: el Conde de Teba, don Eugenio Portocarrero; don Agustín de Lancaster, hijo de del Duque de Abrantes; Juan Pignatelli , el gran amor de Cayetana de Alba; y, por supuesto, el inefable Godoy. ¡Ah! Y un tal Mallo, que fue la venganza por celos hacia su favorito, el Príncipe de la Paz. Otros muchos, quedan amparados en el anonimato por su función: ¡pertenecer a la Guardia de Corps!

María Luisa tuvo diez hijos y catorce abortos. Es decir, veinticuatro embarazos atendidos con las técnicas de la época. Normal su apariencia retratada magistralmente por Goya. Y si bien no se tiene ninguna prueba real de sus amores y sí mucha rumorología (y no solo popular, piénsese que su principal opositora desde el principio fue la Duquesa de Alba, lo que no deja de tener su gracia; aunque tal vez fuera por el demonio de los celos y no por las connotaciones éticas, que tanto le darían a doña Cayetana), en su descendencia quizás se pueda encontrar la prueba final de su infidelidad de continuum. Y no sólo por las afirmaciones de que el infante Francisco de Paula (el niño que tiene agarrado la reina en el cuadro «La familia de Carlos IV» del genial sordo aragonés) era hijo de Godoy, al que se parecía enormemente, sino porque el argumento final viene dado por la propia reina a su confesor, fray Juan de Almaraz, al que autorizó para decir, después de ella muerta, que ninguno de sus hijos lo era de Carlos IV. Lo malo es que en su testamento los excluye de la sucesión universal. Lo cual parece toda una ratificación de la confesión.

Saltemos el reinado del «Rey Felón» y vayamos al de Isabel II, que a mí ¡qué se le va a hacer!, me ha sido siempre bastante simpática.

Si recuerdan una de las acepciones que del término «cortesana» nos da el DRAE, era la de «mujer de costumbres libres», en el sentido que todos sabemos. González Doria, don Fernando, en su obra Las reinas de España (Madrid, 1999), al hablar de su boda la define (aunque dice ser una cita de autor que no nombra) como «ignorantona, marchosa y dotada de un espléndido sentido del humor».

Pues bien, la reina, que fue declarada mayor de edad a los trece años y casada a los dieciséis con un señor que, según sus propias palabras, en la noche de bodas «tenía sobre su cuerpo mas puntillas que yo», todo ello por conveniencias políticas obviamente, fue iniciada en las artes amatorias, según dicen, por don Salustiano Olózaga, eminente jurista, embajador en París, y a la sazón Presidente del Consejo de Ministros. Otros dicen que el iniciador fue el general Serrano, «el general bonito», como ella le llamaba, y que después, junto con Prim y Topete, encabezaría la Revolución Gloriosa que derrocó a la reina convirtiéndose el espadón en Regente del Reino en búsqueda de otra dinastía. Sobre todo tras el famoso discurso de los tres jamases de su conmilitón reusense sobre los Borbones. Hasta llegó a ser, tras el fracaso del breve reinado de Amadeo, el último Presidente de la también efímera Primera República española… justo antes de la vuelta como rey del hijo de Isabel ¡Qué tino para elegir amantes!

A partir de ahí la lista de la Segunda Isabel es de órdago: el cantante José Mirall; Arrieta, el gran compositor; el coronel Gándara; Manuel Lorenzo de Acuña; el capitán José María Arana, «el pollo arana» famoso, de quien se dice que es el padre de la madrileñísima y castiza infanta Isabel, «La Chata»; el general O´Donnell, otro levantisco; Carlos Marfori, gobernador de Madrid y Ministro de Ultramar, que la acompañaría en el exilio parisino… y un largo etcétera en el que se encuentra el capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó, «el pollo real», al que se le atribuye la paternidad, nada menos, que de Alfonso XII. De ahí que el pueblo madrileño apodase a don Alfonso como «el puigmonteño».

Así, entre militares receptores de ascensos y condecoraciones, y políticos que lograban firmas reales para sus proyectos, deambuló la vida de una reina cortesana que a punto estuvo de acabar con la monarquía española. Lo que ya no sé es si entre la de Parma y ella acabaron, realmente, con la dinastía borbónica. Ya me entienden.

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