viernes, abril 19, 2024
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Quintacolumnismo moderno: el enemigo está dentro, por Fernando Cocho

El Emboscado

Adelanto que mi Emboscadura hoy me juega una mala pasada. Me siento madero en un río que no controla su destino. Sigo sin creer en las conspiraciones, pero empiezo a creer que el Leviatán es menos metafórico, al menos en sus efectos, de lo que mis Maestros me enseñaron.

Dicen los expertos en Inteligencia que el mejor “infiltrado” es el que no sabe que lo es. Es decir, que una persona haga las cosas por su propia voluntad sin saber que está trabajando y obedeciendo instrucciones de otros diferentes a los que él cree. Esto se llama quintacolumnismo, literalmente según el diccionario de Oxford, “que sirve o ayuda a los intereses contrarios del grupo al que pertenece”.

En nuestro país sabemos bastante de esto. Somos advenedizos en los sentimientos y prontos en la envidia. Quijotes a la vez que Trotaconventos. Las tareas colectivas de las que siempre hablamos como tema recurrente terminan siendo válidas sólo cuando se trata de ir contra nosotros mismos. Lamentablemente, es difícil de expresar, pero todos en el imaginario colectivo nos hacemos una figura o arquetipo de lo que es un quintacolumnista; en algunas culturas son más suaves y se les llama ‘believer’ (creyentes o conversos), otros más poéticos sencillamente les llaman ‘traidores’, da igual si es a la Patria, al Partido o al Clan Familiar.

Hace unos días, desde el matojo que me sirve de lugar de Emboscadura, pude recordar algunos casos que me venían a la mente de procesos de quintacolumnismo consciente o inconsciente; sobre todo a raíz de algunos fenómenos sociales, políticos y legislativos que veo en el mundo y en esta España convulsa que se aproxima más a Galdós o a las pinturas negras de Goya de lo que nos damos cuenta. Como formalista moral intento hacer mía la frase bíblica “…arrojaré a los tibios de mi boca”; pero me temo que esta vez el abrasado he sido yo.

Si por el motivo que sea alguien decide voluntaria y libremente cambiar, por ejemplo, de religión, y su motivación es honesta, se le puede otorgar el beneficio de la duda; siendo que estos conversos suelen ser más rigoristas, por llegados a la nueva fe, que los propios autóctonos de esta. Pero dudo cada vez más de la voluntad y de la libertad en sentido estricto. Me acerco más a un neoconductismo inducido y me resulta extraña aquella gente que parece amar, sin motivos justificados de sangre, estudios o epifanía al otro diferente radicalmente a sí mismo. No hablo de la universalidad de los pueblos o de la existencia de una única raza, la humana, puesto que todo lo demás son etnias, no seré yo el que niegue esos principios en los que me educaron: igualdad, respeto y tolerancia.

Hablo de aquellos que sin saberlo (puesto que, si lo saben y es voluntario, el termino es hipócrita y mala persona) le hacen la cama a los suyos deslumbrados por las mieles o convencidos plenamente en que “los otros son superiores y debemos ser como ellos”. Miremos por un momento cómo vestimos, qué cine adoramos, qué literatura o música nos ha cultivado. Y sobre todo qué reflejo nos dan nuestros semejantes cuando nos dicen que somos “anti o pro” algo.

Reconozco que también he sufrido mis epifanías y mis deslumbramientos, sobre todo vehiculados en sentimientos en un tiempo pretérito a algo o alguien. Ahora ya no creo en ‘hilos rojos’ que unen almas gemelares más allá de culturas y distancias; ni creo en la bondad del ‘american way of life’; ni por supuesto en la utopía del “amor fraternal de los pueblos unidos bajo un sistema de lucha de clases”. He visto suficiente de ambos como para poner entre paréntesis sus bondades generales. No niego que muchos crean de verdad en esas cosmogonías; niego que las vean en su desarrollo completo con sus consecuencias y, por tanto, ciegos ante tal barbarie que provocan, que algunos lo han llamado “fascismo de cara sonriente”.

Me dan mucho miedo las nuevas olas (hordas amorfas en su definición real) de bienpensantes y de luchadores por la libertad. Esos creyentes de los que antes hablaba ahora están en el poder, aupados por nosotros, con nuestra condescendencia y pensamiento débil. Con un falso buenismo o miedo al qué dirán; algo de un peso tremendo en esta España ya definitivamente Invertebrada. Temo por que nuestros hijos se enfrenten a una vida en la que la distopía más radical la vean como parte de sus vidas; como otros creyeron en su época que ciertas etnias eran inferiores “ontológicamente” y debían ser salvadas de su barbarismo. Curioso es que ahora, por ejemplo, pagan fortunas por acercarse y vivir “lo auténtico de ser y vivir como un Masái”. Estas cosas me dan pavor. Temo no el esnobismo, temo realmente que poco a poco se nos impone una forma identitaria que periódicamente (según las reglas no escritas del mercado) cambia, es rechazada, y sustituida por otra “más autentica o que nos hará más felices”.

Sólo hay algo peor que un necio en el poder, y es un necio, guapo, progre, que desprende luz en sus andares y sobre todo nos mira escuchándonos con amor y condescendencia. Ese Ser, Hombre, Mujer o Grupo, es la quinta columna que yo más temo. La manera de actuar y pensar que nos llena la vida sin preguntarnos y que periódicamente nos convence de un nuevo “ídolo” que al modo que Bacon describe, nos hace cada vez más prisioneros de otros que piensan por nosotros.

Mi declaración es una: ¿no seré yo otro quintacolumnista sin darme cuenta? ¿No seré el perfecto ‘believer’? No lo sé, parece que en este eterno correr de “tú la llevas” cada vez hay menos “casas seguras”, cada vez más el viento “devuelve ecos de palabras que no hemos dicho” y cada vez buscamos más epifanías que nos salven de nosotros mismos.

Puedo señalar sin dudar a quintacolumnistas en esa casa de lenocinio que ya es la política (datos documentales tengo); en la Administración en todos sus estamentos porosos a aceptar el medro o la muerte en vida (les recuerdo que pertenezco a la función pública); entre los maestros de nuestros hijos, que iluminados de pedagogía que “no ha visto un niño en su vida”, luchan por “abrir horizontes en mentes aún sanas”. En definitiva, de tanto señalar parezco yo mismo un infante bisoño corriendo tras la sombra de un enemigo, para como en los velos de cierto templo, llegar al último y descubrir al rasgarlo que a quien perseguía era a mí mismo.

Estemos alerta, es lo que nos queda. La quinta columna está aquí porque nunca se fue. Pertenece a nuestra propia identidad nacional. Nos encanta ser tuertos por dejar ciego al otro. Y corremos como salvajes gritando “tú la llevas” mientras en el atrio nos observan en silencio, no los dioses del Olimpo, sino aquellos en cuyas manos somos peones de estrategias que luego implantarán en sus propios jardines.

De esto último estoy convencido. Es la única certeza que tengo. La batalla está perdida por que nos pegamos tiros en los pies continuamente. Díganme: ¿hay mejor quinta columna que esta? No, ¿verdad? Pues a ello pues, que se nos da muy bien, y para algo en lo que somos los mejores no lo vamos a dejar.

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