martes, abril 16, 2024
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Precisiones sobre el totalitarismo

La tronera

Terminaba la crónica previa con el proyecto de generalizar los actos reflejos, logrando una respuesta automática como la del perro que saliva al oír la campana, pues a efectos de instaurar su hombre filantrópico esa precisamente fue la meta de Lenin, un líder político cuyo ascenso al poder resultó facilitado por algunos millones de marcos oro transferidos por el Alto Mando alemán, resuelto a cerrar su frente oriental para concentrarse en el occidental, donde acababa de hacer acto de presencia un cuerpo expedicionario norteamericano. Tampoco bastó ese traslado de tropas para hacer que fructificara la ofensiva en el otro frente, y aunque Lenin cumplió su promesa de rendirse, un concurso de circunstancias –la eficacia del bloqueo, el contraataque aliado y confiar en que el Armisticio sería generoso- aceleraron la capitulación de un Reich todavía intacto territorialmente.

Por si fuese poco discutible su elección de socio, el Alto Mando tampoco reparó en que el Banco Imperial ruso custodiaba la mayor reserva del planeta en oro, y que en el mismo 1918 la rendición de Brest-Litovsk costaría un rosario de alzamientos comunistas en suelo alemán, sufragados por su “agente” en Moscú. Rara vez hubo un cortoplacismo tan miope, ni de repercusiones tan ingentes para la historia universal, que prestó al anhelo totalitario fondos colosales y el país más vasto como campo  de ensayo.  Por lo demás, el oro repugnaba a Lenin como quintaesencia de una mercancía que se había propuesto sustituir por un sistema de trueque “científico”, no sin antes castigar a los usuarios de dinero con la primera hiperinflación provocada.

Hubo de restablecer el rublo al poco –cuando la desnutrición llegó hasta sus alrededores-, pero su plan era redoblar el número de obreros aunque exigiese reducir el campesinado a un décimo, y Stalin se encargaría de lograrlo. Eso prolongó economías como las vigentes en Corea del Norte, Cuba o la actual Venezuela, donde la gratuidad de algunos servicios convive con miseria endémica y estado calamitoso de los propios servicios, en nombre de un marxismo-leninismo que alega ser una hipótesis científica sin perjuicio de excluir toda demostración científica. Como durante algún tiempo –según Lenin “quizá un par de generaciones”- seguirá siendo mayoritario el disidente, la manera infalible de hacer valer “el verdadero interés del pueblo explotado” será el recurso a la fuerza. De ahí clausurar la Asamblea, ignorando el resultado de las únicas elecciones democráticas en la historia del país, e introducir el primer programa político moderno dispuesto a fulminar cualquier asomo de oposición.

“Libertad ¿para qué?” fue en 1920 la famosa pregunta-respuesta de Lenin a Fernando de los Ríos, que acudió a Moscú delegado por el PSOE para conocer los planes del Politburó, de los cuales dependería pedir o no el ingreso en la Internacional bolchevique (Komintern). De los Ríos quedaría espantado por su “deriva totalitaria” del régimen, y lo mismo había ocurrido un mes antes con Bertrand Russell, a quien Lenin recibió para atraerse al laborismo. Pero ninguno de los dos percibió que el totalitarismo pasaba de ser una idea a estar en manos de alguien provisto de una tenacidad férrea y 1.700 toneladas de oro, apoyado providencialmente por el joven y talentoso Willi Müntzenberg, a quien admiraba por ser el único bolchevique importante de orígenes humildes, y a quien nombró jefe supremo de propaganda en la Komintern.

Convivir con él en Suiza le hizo comprender qué sencillo sería atraer a artistas y literatos si la causa comunista se presentaba como humanismo, y Müntzenberg justificó enseguida su elección con iniciativas como la Rote Hilfe (Socorro Rojo), una red de periódicos, revistas, radios, compañías teatrales y productoras cinematográficas capaz de crear tendencia desde Tokio a Nueva Inglaterra, mediante espectáculos y publicaciones dedicados tanto al debate ideológico como a mecánica, viajes e incluso análogos del actual ¡Hola!. Gracias a ella conseguirá, por ejemplo, movilizar la filantropía norteamericana ante la hambruna en la cuenca del Volga, donde repartirá unos 30 millones de almuerzos entre 1921 y 1923.

Pronto conocido como el Magnate Rojo, de Müntzenberg parte subvencionar el arte experimental o revolucionario, que por actitud y temática recobra la vanguardia nacida medio siglo antes con Baudelaire, y desde él elabora productos no llamados a entrar tanto por los ojos, el oído y el entendimiento como atendiendo a indicaciones de expertos, cuyo norte será domar las veleidades del gusto con didáctica comunista. Las composiciones e instalaciones experimentales suelen ser simples tomaduras de pelo, objeto de consideración para críticas ridículamente alambicadas, aunque espacios nobles –como los diseñados por Wright y Gehry- y una trama de galeristas, tasadores e inversores haya logrado desdibujar su contraste con el arte intemporal o clásico, y hoy Arco compite algunos días en público con El Prado, por más que lo exhibido en un lugar y el otro sea la diferencia entre eslóganes y proposiciones.

Junto a la impronta en estética Müntzenberg legó otro tanto en ética, con su catálogo del revolucionario: 1) situar siempre al compañero de viaje –también llamado “santo inocente”- delante del militante, para que absorba el primer golpe; 2) primar la emoción sobre la intelección, principal garantía para poder “tornar irrelevante la veracidad”; 3) jamás permitirse la franqueza, salvo con camaradas de la misma o superior jerarquía; 4) reaccionar a cualquier disensión sin salir del acto reflejo, algo que el propio Müntzenberg inauguró en un congreso de 1932, etiquetando como fascista toda crítica de la propaganda bolchevique. Cuando un delegado adujo que borraba así lo concreto de fascistas, nazis y demás idearios políticos, contestó con su famoso: “¡Esa diferencia es fascismo puro!”

Edad de oro para el totalitarismo, los años 30 empezaron con nazis y comunistas alemanes votando unidos contra los socialdemócratas, y terminaron en 1939 con el pacto Ribbentrop-Molotov para repartirse Polonia y las repúblicas bálticas, fulminante de la SGM. 1848 había sido el annum mirabililis para alzamientos anunciados en febrero por el Manifiesto Comunista, que en julio se resolvieron en una victoria generalizada de liberales sobre colectivistas por toda Europa; pero un siglo después el clima moral es muy otro, empezando por novedades como la parte-todo o partido único, albacea de la sumisión ilimitada a un jefe vitalicio, dios terrenal para feligresías ateas, que abrazaron el totalitarismo como sus precursoras la omnipotencia divina, estimuladas por un monto creciente de incertidumbre y miedo.

Tras jalonar la transformación técnica del mundo, el laissez faire fue cargando gradual e inconscientemente con responsabilidad por una constelación de factores- la crisis de fervor religioso, los pánicos financieros, la medida inaudita de devastación creada por la Gran Guerra- que fundaron el anhelo de un orden absoluto, y trasladadas del templo al laboratorio llamarían a una u otra depuración eugenésica. La mal llamada paz de Versalles -el tratado impuesto en 1919- quiso convertir a la nación alemana en un país de segundo orden, y eso aseguró otra guerra -más enconada y devastadora aun por el simple progreso de la maquinaria bélica-, cuya anticipación elevó exponencialmente la angustia.

De ahí que el público de Müntzenberg y algo después de Goebbels fuesen proletarios indecisos, una clase media arruinada por las erupciones de inflación y jóvenes convencidos de que crear y revolucionar son lo mismo. Lo único imprevisto en los años 30 fue el colapso material de ingleses y franceses, mientras los arrasados alemanes demostraban su capacidad excepcional de trabajo atravesando hasta dos fugaces «milagros económicos», uno antes y otro después del Martes Negro (1928). Norteamérica, banquero inicial del demolido Continente, bastante tenía con capear su propia crisis.

Coincidiendo con el crack mundial de las Bolsas apareció Ser y tiempo, un tratado de Heidegger farragoso y pedante pero no falto de hondura, que llamaba a «pernoctar» en la angustia, y lo ontológicamente paralelo fue El ser y la nada, escrito por Sartre en vísperas de la SGM, donde la vida se contempla como “pasión inútil». Lo común a ambas obras fue entreguerras, un periodo donde casi todos se levantaron de la mesa con hambre, en la URSS alternando inanición con purgas de intensidad y arbitrariedad inaudita, y en el resto del continente presenciando un deterioro  del entorno. La decadencia del Imperio austro-húngaro y otomano anunció la del francés y el inglés, que pretendieron frenar su ruina saqueando y humillando a Alemania, sin lograr cosa distinta de unirla en un esfuerzo sobrehumano por revertir la iniquidad de Versalles, hasta entregar su alma al único mesías eugenésico comparable en irresponsabilidad criminal con Lenin y Stalin.

Por lo demás, sin hechos como la batalla del Somme –una entre muchas, aunque capaz de cobrarse un millón de muertos entre julio y noviembre de 1916- parece improbable la promoción de alguien como Lenin, sin el cual resulta no menos improbable la pleamar del totalitarismo, que solo revelará su insensatez cuando el monto de horror culminado por la Segunda Guerra Mundial ya no evoque un periodo de entreguerras, sino la posguerra vigente aún. A tales efectos será preciso que los arsenales atómicos limiten la confrontación entre civilizados y mesiánicos a guerra fría, y haya tiempo para comparar la situación a un lado y otro de sus fronteras. He intentado describir a grandes rasgos cómo surgieron las inhumanas soluciones totales, y dedicaré la próxima crónica a mostrar cómo un par de pensadores –Camus y Jünger- se adelantaron al resto, advirtiendo que a despecho del mar de ruinas lo peor quedaba atrás, y la pasión totalitaria se batía en retirada.

 

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