jueves, abril 25, 2024
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Oclócratas y Plutocracia

Habitualmente no suelo meterme en jardines políticos, dado que mi experiencia en el trato con los “próceres”, ya sean territoriales, nacionales o aspirantes a cargo representativo, no ha sido especialmente grata. Confías en personas que no es que sean falibles, como todos lo somos, sino que asombra su ineptitud manifiesta y sus deudas con la Plutocracia que los creó y los Oclócratas que los elegimos.

Un político es por definición alguien que debe ser elegido para un propósito, al que se le supone una valía, aunque ya hace varios lustros que no es menester gozar de ningún talento más que de la practica en las “genuflexiones”; un político, un servidor de la cosa pública y si me apuran cualquier viandante, debe ser alguien que atesora el conocimiento de una materia y deseo de servir a la ciudadanía y al Estado en las mejores garantías de esfuerzo, entrega, fidelidad… Pero sobre todo si tienes un cargo, tener sentido de “saber de qué va la cosa del mandar y gobernar bienes, personas y haciendas”. Los advenedizos crecen como los hongos: entre oscuridad alejada de la búsqueda de la realidad y la podredumbre moral.

Esta manía que tengo de leer cosas antiguas e ir a lugares tan obscenos como bibliotecas, hemerotecas o archivos de museos creo que terminará con mi salud definitivamente. Seguramente envenenado al morderme la lengua, por la cantidad de “pensamientos ancestrales y gente de bien” que van cayendo estrepitosamente en cuanto les rascas un poco la memoria escrita o hilas apellidos, épocas y tendencias coetáneas.

Cuanto más alto me encuentro a un miembro de la ciudadanía laureado y que puede contar con calles, plazas o jardines en memoria de su nombre, o peor aún se le consagra dando su nombre a escuela infantil, instituto o biblioteca pública; a más altura, más estrepitoso es el dolor de conocer sus felonías.

Según mi colección de cuadernos, que en esa sección llega al millar, sin interrupción voy cayendo paso a paso en la melancolía alternándola con la ira, cuando descubro o me muestran las miserias de aquellos que serian dignos de cualquier “francotirador social”. Todos tenemos cuitas y miserias a ocultar, porque es patrimonio humano la debilidad y el comportamiento sectario; pero hacerlo a conciencia plena y obedeciendo consignas les otorga la categoría de ser “presa abatible” por felonía, aunque los más doctos lo llaman traición para cargar la definición con algo que tenga tintes épicos o de amoralidad para con sus raíces. Como si los citados supieran algo sobre la dignidad, el honor o cualquier rama del comportamiento que suene a entregarse a algo que no sea sus mentores o sus “guardianes de secretos”.

Vamos a dar un repaso en estamentos y grupos, a los que nadie dudará en poner nombre y a los que no cito con literalidad para evitarme más visitas con la judicatura de las que ya atesoro.

Haré un inciso para aclarar que el cargo en la judicatura es digno y necesario para el correcto proceder de las relaciones personales, mercantiles, administrativas o penales; pero no es menos cierto que en la jurisprudencia por ser libérrima no faltan casos en los que dineros, “astillas”, o el volumen documental sean suficientes para que la espada de Themis casi nunca roce del todo a cierta gente, y que la balanza sea trucada para loor de los de siempre. El dinero no da la felicidad, pero sí compra voluntades y abogados de cintura suficiente como para “infoxicar” a jueces y parlamentos. A veces como para calmar “moscas tras orejas” de los ciudadanos se sortea un “castigo” entre los “corruptos menores” para que calme a la muchedumbre y amanse un tiempo el acertado pensamiento de que algo raro pasa con esa gente. La versión cutre, suburbana, emotivamente corrupta y más larga que se conoce son esos programas en los que se destripan a “famosos por sus pendencias” (líbrense de serlo por algo noble o digno).

Como indigno es el nombramiento de alguien para cargo público de confianza ante la caída del primer candidato por un meticuloso entramado orquestado para encumbrar al servil sectario, sin dar oportunidad alguna a los que por actos merecen ese puesto. Individuos elegidos cuidadosamente para que sean “la voz de su amo” (da igual el que sea), o comparsas sonrientes de los intereses de quien les nombró asegurando que su simiente envenene estamentos y colectivos. Ya sea en lo militar o lo civil, en el Código Penal tenemos la “sección de los Quinientos” (artículos del 581 al 603) que tratan de los delitos y las penas de aquellos que atentaran o indujeran al fracaso de la “seguridad nacional”, que si nos ponemos a hilar fino van desde prostituir los valores de la defensa nacional ignorando amenazas en sus informes (por otra parte, dignos de ser alimento de roedores), hasta estar elaborando notas sesgadas para “agradar al reclutador”, llegando a crear un sistema educativo favorable a la molicie, la falta de competitividad o peor aún el “convencimiento de que mi pueblo es inferior a otro”. A este evidentemente se sirve como lacayo, agradeciendo las migajas que de su mesa caen y loando sus estrellas o aperos en banderas como “mesías resucitado” camino de la redención.

Las últimas semanas parecemos habernos caído de un guindo y perdido consecuentemente la inocencia respecto a que todos pensamos o vemos las cosas por igual, al igual que nos hacen ver “ruedas de molino” de uno y otro lado para ganarse nuestra pena y solidaridad. Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a nuestros quince minutos de gloria y a confundir asistencia con caridad. Es noble buscar los mecanismos de solidaridad, pero no lo es publicitarlos o exhibirlos impúdicamente para luego vivir de las rentas de una buena acción.

El filósofo Kant les calificaría de “demonios inteligentes”, porque no sólo hacen las cosas “que marca la ley” para su beneficio, sino que además continuamente necesitan el chute de adrenalina que significa ser adicto “a la alabanza del ajeno” y si es televisada mejor.

Decía mi abuela que todo lo que no sea construir una sociedad civil para desarrollar una cultura es orgullo oculto y ganas de “premio”.

Soy consciente de las diatribas que esto significará en mis canales de comunicación, pero sería como los que señalo si no les delatase. O quizás soy yo el engañado por mi soberbia y el “vendido y entregado a la causa ajena”, sin darme cuenta del propio juego, en el que nada más que nacemos para ser peones de ricos plutócratas, que manejan desde el albor de los tiempos los destinos de naciones y habitantes; como el que apuesta en el casino contra otros, que son sus iguales. Cuando terminan la partida no duden que como “colegas” que son hablarán del tiempo, las nuevas alianzas y desmanes a ejercer, pero sobre todo intercambiarán cromos sobre los “comprados en cada estamento o país” y sortearán a quién le toca ganar en la siguiente década.

Nadie escapa a este juego. Ni militares, ni funcionarios, ni fuerzas del orden o del derecho, ni maestros de escuela inductores de valores a los púberes. Todos seguimos la corriente, cambie las veces que cambie, como los verdaderos creyentes en el sistema. Retomen 1984 de Orwell o si prefieren un final más poético déjense caer por el 451ºF de Ray Bradbury.

Mientras tanto, yo sigo haciendo acopio de cuadernos, ya que aun sin esperanza creo en un arranque de soberbia que para algo valdrán a alguien; no dándome cuenta que seguro tan poco escapo a la elicitación con la que nos crían para engorde y sacrificio.

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