jueves, marzo 28, 2024
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Mínimo común socialista, más allá del PSOE

Estos días se cumplen cuarenta años de la llegada al poder del PSOE, durante la Transición, y el partido, con sede en Ferraz, está conmemorándolo, con Felipe González como gran protagonista, custodiado por Zapatero y Pedro Sánchez, los tres presidentes socialistas con responsabilidades de gobierno hasta ahora (uno de ellos, todavía en el cargo). No vamos a hacer nosotros balance del significado de esos cuarenta años, pero sí podemos subrayar dos actuaciones características del gobierno socialista de González que no se las puede saltar nadie: con González España entra en la UE (en la Comunidad Económica Europea, se llamaba entonces, antes de Maastrich), y también con González, aunque en este caso haciendo una pirueta programática realmente increíble, España ingresa en la OTAN. Fue aquí en donde el PSOE ganó la baza de partido state of mind, según lo caracterizó Quintana Paz, porque, si fue capaz de sobrevivir a ese giro de timón de su programa, ya, a partir de ahí, puede sobrevivir a cualquier cosa después de decir hoy una cosa y mañana su contraria (Sánchez contra Sánchez). El Manual de Resistencia no se lo escribió a Sánchez Irene Lozano, sino que se lo escribió González en el año 1986 (primero No a la OTAN; después De entrada No; finalmente, ).

En España, en este sentido la idea del socialismo va a quedar fuertemente marcada por esta impronta tartufa, digamos, del PSOE. Sin embargo, el socialismo no empieza y termina en el PSOE, y sobre ello quiero llamar la atención, y defender la idea de que, la política, en sí misma, tiene siempre, algo de socialista (lo que Gustavo Bueno llamó el socialismo genérico), que vuelve prácticamente en utópico toda concepción individualista, atómica, de la política.

«La ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas», dice Platón, al principio de su República, adversus ancap. Es decir, políticamente hablando, no somos ni Adanes ni Robinsones. Ahora bien, ¿cuál es el tipo de sociedad que se basta a sí misma, autosuficiente en ese sentido? La ciudad, la Polis, dirá Platón, que, junto a Aristóteles, son los que han escrito la gramática, por decirlo de algún modo, de nuestro lenguaje político.

La Polis, lo que hoy llamamos Estado, cuya suficiencia se traduce también hoy, a partir del siglo XVII, en términos de soberanía. Así, completa Aristóteles, en la Política, «la ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma». Cierta independencia respecto al exterior, pero dependencia conjunta en el interior de esa comunidad política con miras al bienestar conjunto y la virtud conjunta. Es decir, que no hay comunidad política, sino existe ese fin común, que compromete a todos ciudadanos. Si no se mira por el bien común no tenemos ciudadanos, sino idiotas, cada uno interesándose por lo suyo propio, y no por lo común (por parafrasear a Félix Ovejero).

Pues bien, señores liberales, ninguna sociedad puede mantenerse en orden si existe una masa de población en la miseria (no tener suficiente para lo necesario), y tampoco puede mantenerse con unas diferencias grandes de renta entre ricos y pobres (sobre todo si dicha pobreza conlleva, en efecto, miseria). Lo que implica, señores conservadores, la necesidad de transformaciones sociales para que esa sociedad, ya no solamente prospere, sino sobreviva.

El planteamiento atomista liberal, de la «iniciativa emprendedora» como solución, no tiene sentido, por anárquica (es la idiocia del «sálvese quien pueda»); y el planteamiento conservador es contradictorio, porque es absurdo conservar lo que no está funcionando, si es que hay grandes desigualdades y miseria. Tratar de mantener «espiritualmente», alimentándose de unos abstractos valores tradicionales, lo que no funciona materialmente es una pura ensoñación tipo mito de la «edad dorada». 

En ese sentido la socialización de la riqueza, y esto sólo lo puede hacer el Estado (tributos, infraestructuras, extracción de energía del exterior, ayudas, etc), es absolutamente necesario para el buen orden social. De esta forma, el Estado es necesariamente socialista, por razones de su propia consistencia interna: es la única instancia, como sujeto soberano, que cuenta con la fuerza de obligar necesaria para movilizar a toda la sociedad y poder atender a ese bien común, que pasa por evitar el cáncer social de la miseria y de las grandes desigualdades.

En definitiva, por acabar con un autor español, muy desconocido, pero muy digno de ser revisitado, sobre todo cuando nos encontramos, hoy en España, en pleno «invierno demográfico» nacional: «Débil es el vigor y la unidad de los ciudadanos en la carestía, mientras que el poder de los enemigos se robustece y se hace audaz. Es fácil ver cómo una sociedad pobre está sembrada de discordias, indefensa, y fácil presa de enfermedades internas y externas y presta a rendirse. Y una ciudad es pobre cuando le faltan ciudadanos o alimentos o dinero» (Mateo López Bravo, Del rey de la raçón del gobernar).

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