jueves, abril 25, 2024
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Memento Mori

El emboscado

Cuando los generales romanos entraban triunfantes tras la batalla en fervor de multitudes y reconocimiento por sus gestas, que siendo alabadas en una persona, en el sentir elogiaban a todo el colectivo bajo su mando, se le ponía a un esclavo que durante su entrada triunfal le susurraba al oído “Memento Mori”, que en una errónea popular traducción decía algo así como “recuerda que eres humano, recuerda que morirás”.

Sabemos que más que esa significación, lo que se pretendía era recordar al “invicto” que tenía que prepararse para el momento del infortunio, el día en que sería “abandonado por la suerte” y o bien fallecería o bien caería en desgracia. Siendo que para los romanos era peor esto último, puesto que su gloria estaba en la memoria colectiva que de ellos se tenía y no tanto en el trasunto de otra vida o la esperanza de nada futurible. Sí, la cuestión era saber vivir, pero prepararse para “el bien morir”, prepararse para “dejar algo”, era más importante que todo lo demás.

El sujeto debía reflexionar continuamente sobre sus actos y sobre la trascendencia de estos para que la posteridad tuviera a bien dejar en los anales históricos unas líneas sobre ellos. Era un “puesto que estás vivo, prepara tu muerte y que no sean ambas en vano”. La vulgaridad que en la actualidad representa ese “que hablen de ti, aunque sea mal” sería inconcebible si fuéramos conscientes de la necesidad de ser uno entre muchos y contribuir desde la individualidad en la tarea colectiva, que sólo cobraba sentido dentro de una estrategia real compartida. Esta frase acuñada por el indiscutible genio Salvador Dalí está descontextualizada.

Él la usaba en un momento de vanguardia rompedora, la época de la creatividad escandalosa, cuando se necesitaba un nuevo modo de vivir y un lenguaje a la par… Pero no somos como Dalí, y mucho menos somos rompedores. Lo contrario hay que demostrarlo. Habitamos el mundo muchas veces por inercia, vivimos a expensas de realidades que nos crean e identifican como individuos, pero que pocas veces variarían en algo si nosotros no existiéramos.

Forjar una identidad personal simbolizándose esa identificación, por ejemplo, con los colores de un club hasta el punto de llevar ropa interior del mismo, tatuarse sus escudos o logos y las caras de los jugadores elevados a categorías casi divinas; o por ejemplo marcar su cuerpo con fechas de los éxitos de los clubes y acontecimientos de sus creadores, que es cuando menos la versión más cercana de ser parte de una tarea colectiva, pero sólo contribuyendo con gritos de fervor o de pena ante los vaivenes de cualquier juego. Olvidamos que un juego, cualquier deporte, honra valores de respeto al contrario, de compañerismo, de lucha de estrategias colectivas donde somos parte de esta, y donde todo manual dice que no caben las individualidades, donde todo experto dice que nadie es más importante que otro. Algo que creo olvidamos tan frecuente y rápidamente como sean los “chutes” de adrenalina o los latidos de miles de gargantas en catarsis colectiva. Me gusta el deporte, pero cuando trasciende el mero espectáculo para convertirse en identidad más fuerte que la lengua o la tierra, entonces me temo que morimos sin sentido

Todo lo que decimos que es pertenecer a algo es mentira. Cuando proponemos “ejemplos” son muchas veces figuras frágiles, planas y sin mayor trascendencia que la de un don que no suele trascender al “partido”. Algo de lo que hemos hecho una exégesis que es más una eiségesis permanente, y en la que pocas veces sus artífices tienen, o tendrán, poca o ninguna repercusión en el imaginario colectivo, y los “antiguos acólitos tatuados” sustituirán sus marcas por otras de igual nimia trascendencia.

Mi salida de la espesura no es para agraviar ni a esas personas, seguramente dignas en su mayoría, ni para denostar ningún juego, deporte o “espectáculo de masas” que sirva como momento de asueto o de “admiración compartida”, por las proezas en campos, aparatos o sobre asfaltos de ciertas personas. Al igual que también me maravilla cuando los niños encuentran el camino del conocimiento gracias a un maestro/a en el que fijan la “idea” de la ciencia, la literatura o la filosofía. Tampoco pretendo creerme que mi “postura” es mejor que la de nadie, puesto que sólo creo en lo que me enseñaron; incrédulamente aposté por ello y sé que pertenecer a una tarea colectiva es el único futuro de una sociedad y de sus individuos. Ya la modernidad murió, la posmodernidad demostró ser vía que nació muerta, tocando ahora construir una nueva forma de vivir, y de “morir” en el sentido romano. Aprender de la futilidad de la vida en estas fechas que se celebran los días de los fieles difuntos y de Todos Los Santos es el mejor momento para reflexionar cuántos de los que se fueron dejaron algo más que deudos que en poco tiempo los dejaron para las fotos y celebraciones onomásticas. Prefiero, se sea creyente o no, el renacer del día 3 de noviembre de la mano de Martín de Porres, que desde lo más humilde, lo más despreciado cultural y étnicamente, construyó una tarea colectiva de entrega, singularidad y ejemplo que permanece bastante viva en Hispanoamérica, por ejemplo.

Memento Mori tiene que ser prepararnos para el futuro incierto, y sobre todo pensar. Reflexionar sobre qué nos dejamos en cada acción y lo que decidimos que nos recuerde nuestro tránsito en la tarea de pertenecer a un tiempo y una sociedad.

Hoy, en esta ocasión, no salgo como emboscado y francotirador de tirios o troyanos, salgo para mezclarme en esta falsa unidad de la masa que en riadas sale no por verse, sino porque la vean. Miran sin ver, obran sin pensar. Como ni soy como Dalí, ni como Martín de Porres, ni mucho menos destaco en juegos deportivos, espero algún día saber si dejamos alguna huella o semillero por mísero que fuese. Es mi Memento Mori, más cerca cada día, como el de todos, y para el que me preparo sin esperanza de lograr nada concreto; mas ansío ver el camino de otros y usarlo para mi propia tarea.

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