viernes, marzo 29, 2024
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Los últimos meses de Joseph Goebbels

A comienzos del invierno de 1944, las tropas del Eje se verán bajo el control de las potencias aliadas en los diferentes rincones de un mundo que tomaba aliento para su asalto final. En medio de todo este caos constante, Hitler contará con la sombra de uno de sus fieles compañeros que le acompañará hasta los últimos de sus días: Joseph Goebbels.

La guerra estaba a punto de terminar y la difusión del derrotismo no era una opción. Por ello mismo, y con motivo de una movilización total, el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, anunciaría el 24 de agosto de ese mismo año los que serían sus últimos planes de guerra. Estos planes prohibirán los viajes, cerrarán los teatros, suspenderán la publicación de revistas y reducirán y fusionarán los periódicos. La severidad de estas medidas llegaría incluso a someter a palizas organizadas a todos aquellos que mostrasen su descontento hacia las mismas.

Durante todo el invierno, Goebbels trabajaría sin cesar, pese a estar sufriendo una constante y profunda depresión que le llevaría a refugiarse en los libros de historia en Lanke. Acometía contra todo aquel con actitud derrotista y visitaba recurrentemente el frente para hablar con los oficiales y funcionarios propagandistas sobre la moral y el futuro victorioso que le aguardaba a Alemania. Con todo, nunca perdería la esperanza, destacando en varias ocasiones su interés por dejar la política una vez acabada la guerra para mudarse a América y convertirse en escritor profesional.

La expectante pausa en los principales frentes duraría hasta diciembre, momento en el cual fracasan las ofensivas de Hitler en el oeste y decide abandonar su cuartel general de Rastenburg en Prusia Oriental para volver a su Cancillería afectada por las bombas, en donde terminaría construyendo el búnker como última residencia. En enero de 1945 los rusos cruzarán Polonia hasta llegar al Oder y Silesia, para amenazar Berlín y Viena un mes más tarde. En marzo los americanos e ingleses cruzarán el Rin y, en abril, tanto rusos como americanos llegarán a Elba. Finalmente, ese mismo mes los rusos invadirían Prusia Oriental y ocuparían Viena. Los nazis estaban en un túnel sin salida y el Führer había perdido todo tipo de control sobre los acontecimientos. Aquel derrotismo tan sumamente evitado hasta la fecha comenzaría a ser difundido por el mismísimo Goebbels, el cual se convertiría en un “profeta” del fracaso tras hacer un llamamiento al pueblo alemán para resistir hasta la muerte y destruir cualquier cosa que pudiera ser útil para el enemigo.

Trastocado por la situación, Adolf Hitler se negaría en la Conferencia del 20 de abril a huir hacia el sur junto al resto de una administración que le abandonaba a las puertas del fin. De entre todos los altos mandos nazis, solo Bormann y Goebbels mantendrán una férrea lealtad al líder hasta el final, incorporándose este último al búnker el 22 de abril junto a su esposa y sus seis hijos de corta edad. Ya no importaba la resistencia, sino un final heroico que inundase de orgullo sus muertes. Las dosis de veneno proporcionadas por el profesor y consejero médico Morell ya estaban preparadas. Solo quedaba esperar al momento.

Una vez en el interior del refugio de hormigón y aislado de todo ruido exterior, Goebbels continuaría trabajando, dictando diarios y grabando discursos para la radio, en los cuales declaraba que Berlín era un objetivo militar. Esa misma tarde afirmaría a Fritzsche, entre el sonido de las bombas caer, que “esto es lo que quería el pueblo alemán. La gran mayoría de los alemanes votaron a favor de salir de la Sociedad de Naciones, en otras palabras, votaron contra una política de apaciguamiento y por una política de valentía y honor. El pueblo alemán fue el que escogió la guerra”, a lo que el militar respondería con una protesta que el propagandista ignoraría. El círculo interno del Führerbunker ya se había reducido únicamente a Hitler, Bormann y Goebbels, junto a sus respectivas parejas e hijos.

Tras el descubrimiento de traiciones y sus consiguientes fusilamientos, el domingo 29 de abril tendría lugar el matrimonio de Adolf Hitler y Eva Braun, una boda civil, sencilla y austera celebrada en una de las diminutas habitaciones del búnker y oficiada por Walter Wagner, uno de los inspectores de Gau de Goebbels. Ambos declararán unas breves palabras en donde afirmarán que provenían de pura descendencia aria, beberán champán y tratarán de olvidarse, por un momento, de lo que estaba por acontecer. Con todo, el sabor amargo del destino volverá a su boca, siendo de nuevo consciente de que, tarde o temprano, una bala atravesaría su futuro cuerpo incinerado posteriormente para que no se convirtiese éste en símbolo de victoria soviética, como bien le comentó a Speer, ministro de Armamento y Producción de Guerra, en una de sus visitas.

Las últimas horas de Hitler estuvieron marcadas por unas incesantes reuniones que le revelaban el tiempo previsto en el que los rusos llegarían al refugio. Los rusos llegarían en 48 horas. Ante esta noticia, el líder nazi haría que envenenasen a su perro y se despediría de todas las mujeres presentes en la comunidad. A kilómetro y poco de las tropas rusas, Goebbels le estrecharía la mano por última vez y, una vez envenenada su amante, se dispararía en la boca a las 15:30 horas, yaciendo junto a ella en el sofá. El cuerpo sería trasladado por el personal doméstico y por los hombres de la SS al jardín, en donde, empapado de gasolina, ardían ferozmente los restos de una de las personalidades más genocidas de la historia. Dolidos, Bormann y Goebbels alzarán el brazo con aquel saludo al que el muerto había dado nombre.

A continuación, Goebbels y Magda, los cuales habían pospuesto su suicidio hasta el final, envenenarán a sus hijos con un narcótico. Una vez dormidos los niños, salieron de la mano por las escaleras y, tras el estruendo de dos disparos, Naumann subiría y rociaría los cuerpos de gasolina para quemarlos igual que al Führer. Cuando los rusos llegaron, no se encontraron más que rostros negros carbonizados y boquiabiertos que no dejaron dudas sobre sus nombres.

Los últimos meses de Goebbels estuvieron marcados, por tanto, por el apoyo incondicional de las decisiones de un Führer que se consumía entre cuatro paredes de hormigón. La fidelidad, el honor y el compromiso hicieron del destino del propagandista una muerte expectante ante el dominio soviético.

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