viernes, marzo 29, 2024
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Los espías del rey

Divulgando que es historia

Parece ser que esto del espionaje está de moda. Que si teléfonos infectados por programas maliciosos, que si cómo es posible que aquí se espíe, que qué escándalo esto no se ha visto nunca, dónde hemos llegado… En definitiva, que estamos ante algo tan absurdo como aquella escena de la película Casablanca, cuando el comisario Renault cierra el local de Rick diciendo aquello de «¡Es un escándalo, he oído que en este lugar se juega!», momento justo antes de que el Jefe de Sala llegara junto a él para entregarle un fajo de billetes susurrándole «Sus ganancias, señor». Pues eso, que el escandalizarse por falsas excusas es propio de quien juega con cartas marcadas. Y nos sorprende que dentro de un Estado éste cuente con una red de informantes y analistas, eso que vulgarmente se conoce como «espías», para poder contrarrestar cualquier ataque, tanto externo como interno. Cualquier amenaza, en definitiva, de la que tenga que estar prevenido para actuar en consecuencia.

Pero esto del espionaje es, como suele decirse, más viejo que el hilo negro. Y ya podemos encontrarnos espías en la antigua Mesopotamia, cuando Sargón I de Acad, tres mil años antes de nuestra era nada menos, crea toda una red de informantes vía mercaderes, para conocer otros territorios y costumbres (y, ya puestos, sus capacidades militares), para así poder evaluar si conquistarlos o no. De la no menos milenaria China nos ha llegado uno de los tratados militares más tópicamente manidos de la historia: el Sun Tzu, o «Arte de la guerra», donde podemos leer la importancia de lo que ya había concebido tiempos antes el mencionado rey Sargón. Porque el conocimiento lo es todo para poder evaluar una estrategia. ¡El bueno, claro! Porque la contrainteligencia será la otra moneda con la que contrarrestar una posible ofensiva. ¡Que se lo digan a Rommel! Pues gracias al espía español Juan Pujol García «Garbo» la información que tenía el Tercer Reich sobre la invasión aliada, el famoso desembarco de Normandía de 1944, no fue la correcta, lo que permitió, gracias al engaño, el que las defensas no estuvieran todo lo preparadas que tenían pensado los alemanes.

Cuando España se convierte en Imperio, es imperiosa la necesidad de contar con un servicio de información al servicio de la Corona. Pero pese a eso de «al servicio de Su Majestad» que nos trae a la cabeza al más famoso, literario y peliculero de los espías, el comandante de la Royal Navy James Bond, ese servicio tuvo su momento cumbre con nuestro Felipe II. Y con la creación de la figura de un «M» de la época, que se le conocía con el título de «Espía Mayor». Más exactamente «espía mayor de la corte y superintendente de las inteligencias secretas», dependiendo del Consejo de Estado. Del gobierno, por así decir y para entendernos, antes de que esa figura trasmutara más bien a un órgano de consulta, como es en la actualidad. Pero en aquellos tiempos sería como hoy en día es el Centro Nacional de Inteligencia (CNI), con relación al Gobierno de España con su presidente al frente (caramba, ¡qué casualidad!). Con una relación extra, no con lo que es hoy el Ministerio de Defensa, sino con lo que sería (mutatis mutandis) el de Exteriores.

El primer Espía Mayor del que se tiene constancia fue en 1598, y su nombre, Juan Velázquez de Velasco. Pero habría muchos nombres que añadir a la lista de estos espías que no pedían un Martini, agitado no batido, sino seguramente un buen cuartillo de vino de San Martín de Valdeiglesias. Como Bernardino de Mendoza, oficialmente el embajador ante Inglaterra, pero cuyo cometido secreto iba mucho más allá de establecer y mantener buenas relaciones diplomáticas entre ambos reinos. O el embajador inglés en París, sir Edward Stafford, que fue financiado para que actuara como agente doble para informar de manera indebida a la Corte de la reina Isabel I de Inglaterra ante la inminente invasión española. Desgraciadamente en aquella de Gravelinas de 1588 ¡mejor hubiéramos tenido a un meteorólogo en nómina!

Nombres famosos también podemos contar en el listado de espías durante el Siglo de Oro. Como lo fueron un tal Miguel de Cervantes que, además de escribir la más importante novela de la historia de la Literatura, fue miembro de los servicios secretos. Como militar, y conocedor muy a su pesar, de un lugar estratégico como Argel, la información que pudo proveer fue de gran interés para los intereses de la Monarquía española. De este modo, Felipe II le pagaría un estipendio de 50 ducados en una partida presupuestaria, por «consideración que va a ciertas cosas de nuestro servicio». Pero si queremos encontrar otro literato con el timbre de espía no podemos menos que referirnos a Francisco de Quevedo. Estando al servicio del Duque de Osuna, participaría incluso en una conjura para desestabilizar a Venecia, fomentando una revuelta con quienes siempre han sido más enemigos de España que verdaderos aliados. Por cierto, no le salió bien.

Pero no puedo dejar pasar este breve repaso a la historia de los espías patrios sin mencionar a uno del que aún espero una buena biografía para todos los públicos: el prolífico Jorge Juan y Santacilia. Un hombre que hizo, él solo, grande ese tan poco conocido Siglo XVIII español. Militar, marino, científico, diplomático, humanista, defensor de las injusticias que vio en las Américas… y espía en Londres. Al mando del Marqués de la Ensenada, y al servicio de Fernando VI, sus informes fueron fundamentales para la modernización de la Armada, ante lo que se preveía iba a ser el gran conflicto anglo español en la mar. La historia de espionaje y de misiones y aventuras no para aquí. Pero yo he de hacerlo, pues esta figura histórica se merece mucho más que esta simple y merecida mención. Como todos los que un día fueron estos espías del rey.

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