jueves, abril 25, 2024
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¿Liberalismo cultural o marxismo cultural?

Hace algunos días, Víctor Lenore planteaba un debate en redes sociales a través de una imagen en la que se atribuía al liberalismo la destrucción de Dios, de la moral y de la familia. En contraposición, y aquí el desencadenante de la pretendida controversia, se señalaba irónicamente al “marxismo cultural” como culpable. La imagen caricaturizaba un debate que lleva algunos años en nuestro país, aunque empezó décadas atrás en Estados Unidos, como casi todo.

El ataque que sufren los baluartes fuertes (familia, nación, religión, matrimonio…) ha llevado a nuestros coetáneos a plantearse interrogantes que casi siempre buscan culpables unívocos, pero lo cierto es que son muchos los factores que han aportado su ingrediente en esta receta final que hoy se consolida como la ideología dominante a través de los medios de comunicación, de la publicidad, de los partidos, del cine y de otras formas de dominación cultural, implícitas y explícitas.

Es importante entender que, como ocurre en la historia, los movimientos sociales no se deben a causas concretas, sino que son producto de una sucesión de hechos que se complementan durante décadas y que finalmente dan lugar a los grandes cambios que hoy percibimos si miramos con cierta perspectiva a la generación de nuestros padres o abuelos.

En lo referido a la atomización individualista que hoy vive Occidente se buscan explicaciones en el denominado “marxismo cultural”, mientras que otros señalan a aquello que definen, simplemente, como un liberalismo coherente. Pero lo cierto es que ambas corrientes han sido claves en la configuración de una cosmovisión destructora que hoy emerge con más fuerza que nunca.

Si bien el liberalismo no necesitó cómplices, el marxismo sí se sirvió de las corrientes liberales para ganar terreno en un nuevo diseño cultural, social y antropológico. Lo hizo a través de los atajos que el liberalismo se cuidó mucho de diseñar durante años. En resumidas cuentas, podemos decir que el liberalismo no es espada, pero sí ha sido trono en este proceso. No podemos entender el “empoderamiento feminista” sin el carácter individualista que el liberalismo sembró antes. Hoy se puede hablar de “liberación” y de “emancipación feminista” porque los autores liberales se encargaron de entronar durante siglos el valor de la conciencia propia por encima de cualquier convención colectiva, incluso por encima de aquellas que cuentan con una realidad biológica y científica.

Derrida, Simone de Beauvoir, Kate Millett, Shulamith Firestone, Jean-Paul Sartre, Foucault, John Money… Todos ellos son hoy asumidos porque se sirvieron de unas estructuras que encontraron intactas, vacías, en esa costumbre liberal de “hacer dogma del antidogma”. Ellos encontraron las naves flotando y barnizadas, lo único que hicieron fue ponerlas a navegar. El liberalismo se encargó de proporcionar unos medios adecuados en un contexto en el que la voluntad lo presidía todo. En Occidente ya despuntaban los estados de bienestar, la comodidad, la liberación sexual y comer tres veces al día ya no era un problema.

El marxismo se había quedado sin su fuerza principal, el proletariado, que en el caso de Occidente (hablamos siempre de Occidente) comenzaba a ser sustituido por la clase media que nacía al calor de cierta opulencia cosechada durante algunos buenos años. El binomio proletario-burgués sonaba rancio en unas sociedades que ya sabían lo que era tener una casa en la playa o que conocían de primera mano el LSD, la fiesta y las mieles de mayo de 1968. Fue en esa primavera del sesenta y ocho en la que todo cristalizó, pero fue posible porque previamente había habido un trabajo de fondo en las universidades de los países más avanzados, principalmente entre Francia y Estados Unidos, donde, hasta donde yo sé, no operaba el soviet. Todo ello a pesar de las injerencias teóricas y prácticas que hubiera podido haber por parte de la URSS, esas que Bezmenov detalló en aquella mediática entrevista.

Cuando se enarbola el archiconocido “my body, my rules” se está haciendo bandera de una concepción voluntarista del mundo que pasa, como un tanque, por encima de cualquier otra consideración de carácter moral, científica o técnica. Lo mismo ocurre con la autodeterminación y la emancipación. Todos los filósofos que desarrollaron estas teorías pertenecían a una nueva estirpe marxista que convertía a los colectivos en sujetos revolucionarios, pero lo hicieron poniendo al individuo en el centro de todo ello.

Pasolini, que fue bastante más avispado que muchos de sus compañeros de filas, supo ver el engaño de la izquierda bobo (bourgeois-bohème) y escribió ese famoso y polémico poema que publicó en 1968 en L’Espresso:

Os odio como odio a vuestros papás.

Buena raza no miente.

Tenéis la misma mirada hostil.

Sois asustadizos, inseguros, desesperados

(¡estupendo!) pero también sabéis ser

prepotentes, chantajistas, seguros y descarados:

prerrogativas pequeñoburguesas, queridos.

Cuando ayer en Valle Giulia os liasteis a golpes

con los policías,

yo simpatizaba con los policías.

Porque los policías son hijos de los pobres.

Pero Pasolini, con todas sus salvedades, representaba ese modelo de izquierda clásica que no había abrazado lo identitario porque seguía instalado en lo social, en las categorías originales del marxismo: clase dominante y clase dominada. Él personificaba, ya entonces, un modelo de izquierda vintage que daba sus últimos coletazos y se rendía ante el nuevo mundo que comenzaba a nacer: el que sacralizaba la voluntad liberal con el único objetivo de destruir el orden liberal que les había hecho nacer y crecer. Comenzaban los tiempos de las identidades, de las brechas sociales y de las reivindicaciones civiles que fueron diluyendo el marxismo en esa especie de colectivismo individualista.

Cuando Lukács, de la Escuela de Frankfurt, escribe que había visto  “la destrucción revolucionaria de la sociedad como la única solución para las contradicciones culturales de la época”, añadiendo que “tal volteamiento mundial de valores no puede ocurrir sin la aniquilación de los antiguos valores y la creación de otros nuevos por los revolucionarios”, estaba sentando, desde el marxismo, las bases de una nueva corriente que encontraría en el individuo y en su emancipación liberal el mejor aliado. De aquellos polvos, estos lodos. 

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