jueves, abril 25, 2024
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Las otras cortesanas de España

Divulgando que es historia

Recordemos. Cuando hablamos en nuestro lenguaje cotidiano de «cortesanas», o bien pensamos en las francesas (no sé a qué viene esa fijación o complejo con las bellas galas), o bien en las romanas (pero de la época de César y Augusto). Pero nunca en las españolas.

Y puestos a ello, lo primero que hemos de precisar es lo que se entiende por cortesana. El DRAE, en su sexta acepción del término se refiere a «dama cortesana», y dentro de ella a «ramera de calidad, concubina». En la séptima acepción de la palabra la define como «mujer de costumbres libres». Pues bien, a mí con todo respeto, estas definiciones se me antojan estrechas y, puestos a elegir, elegiría la última, pues de ello no hay duda. Pero aún así faltaría algo.

Ese algo es el hecho que la cortesana, además de poder desempeñar cerca del rey, valido o ministro de turno el papel que todos pensamos, generalmente también ejercía una fuerte influencia. Y ya que estamos en la corte, esa influencia era obviamente, política. Y esto es lo que no recoge el DRAE de manera clara.

Además de esta dificultad de conceptualización y ciñéndonos como ya hiciéramos a las cortesanas cercanas a la más alta institución histórica, la Corona, hemos de añadir lo ya dicho por el ilustre Carlos Fisas en su divertido libro «Las anécdotas de los Borbones» (Ed. Planeta): « …desde la impenitente actitud oscurantista de nuestra historia, que siempre ha procurado ocultar la entrega de los reyes en brazos de sus amantes, como si las debilidades de la carne fuesen incompatibles con la aptitud política, resulta prácticamente imposible reseñar una nómina completa de las distinguidas por los favores reales».

Partiendo de esta base intentaremos dar un brevísimo repaso a las amantes (o no) de nuestros reyes. A esas mujeres que, gracias a sus argucias femeninas o a su aguda inteligencia, influyeron en la vida política de su tiempo. En suma, a aquellas mujeres que, de una u otra forma, dejaron su impronta en nuestro país sin ser, por supuesto, reinas del mismo (aunque a lo mejor sí reinaran en el corazón de su rey).

Escogiendo como punto de partida a nuestro César Carlos y aunque consta que tuvo numerosas aventuras femeninas (salvo, quizás, durante su matrimonio con la reina Isabel), nos centraremos en dos: la una por anecdótica; la otra por la importante consecuencia que tuvo.

La primera es su relación con su abuelastra, la reina viuda Germana de Foix, viuda de Fernando El Católico, que poco podía imaginar cuando le encomendó a su nieto atendiese a su viuda diciendo «pues no le queda después de Dios, otro remedio sino solo vos”» que el nietecito se tomase tan en serio el encargo. Tanto que de su apasionado idilio nacería una niña: Isabel.  

La segunda, como dijimos, tuvo una importantísima consecuencia: el nacimiento de don Juan de Austria, vencedor, entre otras batallas, de la imperecedera Lepanto, fruto de la relación de Carlos con Bárbara Blomberg, a quien casaron rápidamente con Jerónimo Piramo Kegell. De ahí el nombre que le endilgaron al brillante militar y diplomático: Jeromín, objeto de una (a mi entender) plúmbea novela del mismo título, del Rvdo. Padre Isla, S.J.

En el reinado de Felipe II, que en materia de escarceos románticos también fue prudente, se produce sin embargo la intervención de una «cortesana» en el amplio sentido que le dimos al principio. Se dice que fue amante del rey o que, al menos, éste la pretendió y recibió calabazas, razón por la que, al final de su vida, la trató muy duramente. Nos referimos a la tuerta pero bella Ana de Mendoza de la Cerda, Princesa de Éboli.

Mientras que no es probado ni su relación ni su negativa a ella con el rey, sí lo es que tuvo amores con el secretario traidor, Antonio Pérez, quien fue acusado del asesinato de Juan Escobedo, secretario, a su vez, de don Juan de Austria, por haber descubierto ciertos tejemanejes de Pérez con los holandeses, todo ello envuelto en una complicada trama de intrigas políticas por la sucesión del vacante trono de Portugal. Parece probable que la de Éboli, si no intervino, sí conoció de primera mano lo uno y la otra.

El asunto tuvo su gran trascendencia, pues Pérez huyó poniéndose bajo la protección de las instituciones del Reino de Aragón, lo que obligó a Filipo a solicitar la intervención del único tribunal contra el que ninguna institución se enfrentaba: la Inquisición y al final, en su cólera, decapitar al Justicia Mayor de Aragón, don Juan de Lanuza.

Si el rey encerró a la de Éboli en el Torreón de Pinto primero, en Santorcaz después y definitivamente en el Palacio Ducal de Pastrana, más parece que fuera debido a la ira regia por la traición que a celos de amante despechado.

En el reinado de Felipe III no se  destacan cortesanas. ¡Bastante tuvimos con los cortesanos Duque de Lerma, primero, y el de Uceda después!

Sin embargo, con Felipe IV la lista puede ser interminable, pues además de los doce hijos que tuvo de sus dos matrimonios, tuvo, que la Historia conozca, ocho extramatrimoniales, algunos de los cuales tuvieron su importancia política, como don Juan José de Austria, «presidente» del Gobierno en los años 1677 y 1679, fruto de sus amores con la actriz María Inés Calderón, La Calderona.

Pero las cortesanas de la época, bien fueran de alta cuna o de baja estofa, aparte de dar hijos extramatrimoniales al monarca, algunos de cierta relevancia, no tenían incidencia en la vida política. Eran solo lo que eran. Aves de paso, que diría el Sabina. Quizás por ello cierta dama a la que el rijoso rey (el Cuarto Felipe) pretendía, le dio calabazas espetándole: «Señor, no tengo vocación de monja – se refería a La Calderona que cuando abandonó el lecho conyugal la ingresaron en un convento del que llegó a ser abadesa – ni de puta de historia».

Y aunque cortesanas hubo, sí, que influyeron en el devenir político, como la de Éboli, la tónica general hasta este momento histórico fue el ya dicho de no tener incidencia política alguna. Aunque nunca se sabe qué hubiera sido mejor, ¿no creen?

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