jueves, marzo 28, 2024
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La verdad sobre la mentira, por Juanma del Álamo

Habrán notado ustedes ciertos cambios de opinión en el Gobierno sobre el asunto del IVA de las mascarillas. Primero, la Unión Europea impedía cambiarlo. Luego nos contaron que habían votado en contra de bajarlo al 4% porque querían “bajarlo mucho más”. Al poco tiempo, admitieron que preferían mantenerlo en el 21% porque así recaudaban mil quinientos millones de euros extra. Esta semana insistieron en no reducir el IVA porque no querían ser sancionados por Bruselas. “A otros países no les importa” saltarse las normas europeas, nos contaron. Horas después anunciaron que, al fin, esta semana, y no antes, habían recibido autorización para rebajar el IVA. Como ustedes sabrán, todos los países europeos tenían permiso para bajar el IVA desde primavera y la mayoría lo redujeron o incluso lo retiraron. Solamente una de estas versiones que ha dado el Gobierno sobre el IVA de las mascarillas estos meses es real (y es la peor de todas). El resto han sido mentiras para tapar otras mentiras anteriores. Ni hablamos de las demás bolas sobre la pandemia que nos han ido contando.

Es evidente que no tenemos el Gobierno que mejor se lleva con la verdad y que 2020 no ha sido un año especialmente positivo para su credibilidad. Pero ha sido en medio de este panorama de contradicciones y de ministros triturados por la hemeroteca cuando ha llegado el que algunos han denominado ‘ministerio de la Verdad’. El asunto me alarmó en el momento en el que Ferreras criticó al Gobierno durante casi medio minuto seguido. “Esto es grave”, pensé, mientras apuraba mi último trago de ginebra de la Victoria.

El gobierno ha iniciado un proceso para controlar la desinformación y las fake news siguiendo directrices de la Unión Europea y completando la ‘ley mordaza’ que instauró el gobierno de Rajoy y que tanto criticó la izquierda. Según reza el BOE, donde ya se ha publicado el procedimiento, la libertad de expresión y el derecho a la información se ven “cada vez más amenazados por la difusión deliberada de desinformación, que persigue influir en la sociedad”. Para apoyar esta afirmación citan una encuesta de la Comisión Europea que asegura que el 88% de los españoles consideran que la desinformación es un problema “para la democracia en general”. Esto se da mucho en la burocracia actual: hacen una encuesta preguntando una obviedad e inmediatamente se ven obligados a iniciar un procedimiento para resolver ese supuesto problema.

En La Sexta, Alberto Garzón defendió la nueva iniciativa denunciando que «si mucha gente cree en las mentiras, las mentiras se convierten en lo más votado”. Es posible que Garzón no recuerde que es ministro en un gobierno en coalición con el PSOE, lo más votado.

Ridículos aparte, este procedimiento contra la desinformación podría ser una medida inocente e inofensiva. Démosle chance. El objetivo parece que es combatir informaciones falsas que pueden alterar procesos democráticos o bienes públicos “como el medio ambiente, la seguridad o la salud”. En definitiva, parece que se quiere evitar injerencia informativa extranjera y luchar contra bulos como que la lejía mata al coronavirus o que la tortilla está mejor sin cebolla. De que se cumpla este objetivo se encargarán un consejo, un comité, una secretaría, una comisión y otras “autoridades públicas competentes” (les he ahorrado el nombre concreto de cada organismo). Toda la documentación que generen será considerada clasificada.

Entre los mecanismos para atajar la desinformación se plantean “fortalecer la libertad de expresión y el debate, examinando la libertad y el pluralismo de los medios de comunicación”. Y aquí hemos pinchado en hueso. Nos cuentan que para fortalecer la libertad de los medios el poder político debe examinarla, que es como decir que para fortalecer la privacidad debemos instalar una cámara en nuestro dormitorio. Ni en ‘1984’ se vieron tamañas contradicciones. Tampoco queda claro qué es examinar el pluralismo de los medios. Puede que ahora se dediquen a vigilar la proporción y perfil de los tertulianos para que haya un Inda por cada Antonio Maestre. Eso sí, que empiecen por los medios públicos.

Me surgen también preguntas sobre qué es alterar un proceso democrático. Por ejemplo, cuando en la víspera de las elecciones municipales de 2015 cierto periódico de izquierdas publicó una información sobre el cobro por parte de Esperanza Aguirre de un generoso cheque del que nunca más se ha oído hablar, ¿estaba alterando un proceso democrático? ¿Cuando la Cadena SER se sacó de la manga que había un terrorista suicida en los trenes del 11-M tal como, supuestamente, le habían confirmado varias fuentes policiales, estaba alterando un proceso democrático? ¿Estaba afectando a la seguridad de la nación? ¿Cuando el CIS publica encuestas absolutamente sesgadas en favor del partido en el Gobierno, está influyendo en los mencionados procesos democráticos? ¿El poder debe intervenir medios o instituciones cuando, en vísperas de unas elecciones, se publiquen mentiras o medias verdades que afectan a ese proceso electoral? ¿Esa intervención no se vería como un abuso que afectaría todavía más a dichos comicios?

También me pregunto yo si han afectado a la salud las infinitas meteduras de pata y mentiras sobre la pandemia que nos han ofrecido las administraciones (muy especialmente la Central). Me pregunto también si los que denunciaban (denunciábamos) en febrero que el coronavirus era más grave que una gripe y que había que tomar medidas, habríamos sido censurados de inmediato por el ministerio de la Verdad.

No tiene sentido que el poder político intente controlar lo que es verdad y lo que es mentira. De entrada, son incapaces de hacer algo parecido a comprobar toda la información que se difunde. Lo que es peor, resulta indecente que pretendan ser juez y parte del debate público. Además, su papel es ridículo, porque de pocos lugares salen más mentiras que de los propios gobernantes. Pero es que, incluso si tuviéramos unos gobernantes estrictamente honestos, preocupados por no faltar a la verdad y entregados a servir al ciudadano y no a sí mismos, incluso así, su control sería ineficaz e innecesario.

En EE.UU. tampoco entienden nada

Desde hace décadas vivimos un progresivo proceso de limitación de la libertad de expresión. Un proceso que ha ido acompañado de una distorsión de cómo la sociedad entiende la libertad de expresión. Tras las elecciones de Estados Unidos, hemos asistido a la censura por parte de medios y redes de hasta su presidente. Las cadenas de televisión han cortado intervenciones en las que Trump denunciaba un supuesto fraude electoral y las redes sociales han hecho lo posible por ocultar mensajes que advertían del pucherazo. Twitter ha adornado cada tuit del presidente con advertencias que indican que lo ahí afirmado era falso o un tema “en disputa”. Es absurdo, una enorme cantidad de afirmaciones que se hacen en redes todos los días se refieren a temas que están en discusión y no aparece advertencia alguna. Parecida coherencia demuestran las televisiones, que no cortan una declaración cada vez que detectan una mentira.

Imaginemos que realmente Trump tuviera razón (no digo que la tenga o que haya demostrado tenerla). Estarían los medios ocultando una denuncia sobre unos hechos graves. Simplemente, están dejando fuera del derecho a la libertad de expresión la denuncia de cualquier acontecimiento improbable, ya sea un pucherazo, una extraña conspiración o un penalti contra el Barça. Trump ha emitido una denuncia y va a recurrir a la justicia intentando que le den la razón. Y el sistema funciona cuando la mera declaración del presidente no es suficiente para anular un proceso electoral. Y el sistema fracasa (o algo peor) cuando intenta esconder esa aseveración como si el ciudadano fuera estúpido. La sobreactuación de televisiones y redes en Estados Unidos ha parecido retratar a un sistema procurando cubrirse las espaldas o intentando ocultar algo a los norteamericanos (posiblemente, sin necesidad). Y es que un sistema que no puede permitir que públicamente se ponga en duda su legitimidad, solidez o transparencia da sensación de ser débil y escasamente democrático.

Por supuesto, no han sido pocos los progresistas españoles que han sentido envidia y que han pedido que se importara esa censura selectiva de declaraciones, claro está, no con el presidente, sino con la oposición (si cortaran a Sánchez cada vez que miente, ni conoceríamos su voz). Algunos elogiaban en redes la decisión de las televisiones norteamericanas y hablaban de un acto de valentía (ya ven ustedes qué valentía, dar un botón para bajar el volumen) mientras otros consideraban que aquello era periodismo de verdad. Ahora periodismo es silenciar declaraciones. Basándonos en esa teoría, podemos pensar que Franco era maestro de periodistas.

Y no pretendo defender la mentira, pero también hay que dejar que tenga su espacio. De otra manera, nos habríamos perdido maravillas como que Jesús Gil está viviendo en Venezuela o que si Iglesias llegara a presidente, seguiría viviendo en Vallecas para poder seguir mirando a los ojos al panadero de toda la vida.

Redes sin libertad

Tendría que repasar los apuntes, pero cuando yo estudié la carrera, los límites a la libertad de expresión eran la injuria y la calumnia, aparte del derecho a la intimidad o a la propia imagen. Ahora los nuevos límites son lo que cada uno considere fake news, todo lo que ofenda a al menos una persona o humanoide y el discurso de odio (comodín con el que podemos censurar casi todo). 

Recuerdo también cuando hace tiempo se presumía de internet como un espacio de libertad casi sin límites en el que imperaba la neutralidad y el debate libre y en el que uno podía encontrarse de todo. Aquella selva pronto inquietó a unos cuantos y hubo que ponerle controles. Controles que alcanzaron su cima en las redes sociales, que comenzaron a introducir infinidad de reglas y limitaciones, muchas de ellas promovidas por el poder político. Por desgracia, esas reglas (a veces, intencionadamente imprecisas) han servido para que las propias redes hagan política premiando un tipo de contenido y castigando (censurando) otro tipo de contenido. Y no han dudado en expulsar a usuarios supuestamente radicales (casi siempre de una misma ideología) por absolutas imbecilidades que abochornarían a cualquier persona adulta. Con cualquier excusa, pueden mandarte al cajón del olvido si así lo desean, algo que no es un tema menor en un mundo en el que internet es una parte esencial de nuestras vidas.

En las redes se amontonan cada vez más tabúes y es casi imposible hablar con cierta libertad de feminismo, de inmigración, del aborto, de religión o, como hemos visto últimamente, hasta de pucherazos. El afinamiento generalizado de las pieles del personal ha convertido aquel espacio de libertad que fue internet en un lugar en el que los usuarios escriben de puntillas y evitando palabras prohibidas o expresiones ofensivas. Lo más recomendable ahora es tener una comportamiento monacal o recurrir a apelativos antiguos o en desuso que los algoritmos de vigilancia no reconocen, como gaznápiro, lechuguino, petimetre, mangarrán, zurcefrenillos o cara almendra. El ridículo es tal que no puedes dudar públicamente de la inteligencia de alguien pero sí le puedes decir a ese alguien que su madre se dedica a la profesión más antigua del mundo, cuando a menudo no es cierto o no se ha comprobado bien. Incluso existe la opción de denunciar mensajes que no van dirigidos a uno mismo sino a un tercero, simplemente porque pasabas por allí y te molestó lo que viste.

Y sí, las redes (como las cadenas de televisión) son empresas privadas y tienen derecho a controlar sus contenidos y a determinar sus propias normas, pero nosotros también tenemos derecho a denunciar que tienen un comportamiento infantil y poco democrático y un concepto del debate público poco honesto.

Prohibido prohibir

Yo podría pedir que se prohibiera, por considerarlo éticamente inaceptable, cualquier mensaje que promueva robar al vecino, es decir, cualquier idea socialista. Usted considerará otras cosas éticamente inaceptables y que también habría que censurar, como las proclamas en defensa de la fruta escarchada en el roscón, por poner un ejemplo polémico. Luego otra persona elegiría cualquier otra cosa censurable. Y así tendríamos que censurar contenidos hasta que no se pudiera decir absolutamente nada. Ganaríamos en silencio y tranquilidad, no digo que no. 

Miren, tenemos que combatir esa línea de pensamiento que lleva a algunas personas a considerar que si algo les molesta o les ofende, hay que prohibirlo. Es la misma gente que creyó entender la paradoja de la tolerancia de Popper a través de un cómic que les decía que podían ser intolerantes con cualquiera que les llevara la contraria. Y es la misma gente que confunde estar enfadado u ofendido con estar cargado de razón.

Uno de los pilares en los que se asienta el pensamiento liberal es la falibilidad del ser humano: el ser humano es imperfecto, se equivoca, es débil, es avaro y egoísta, es tonto y, a menudo, es malvado. Por eso no debe tener demasiado poder nunca, ni aunque sea elegido por la masa borrega, igualmente falible y boba. Y por eso no debe haber un grupo de censores o políticos decidiendo qué es verdad y qué no lo es. Les viene grande. Los límites a la libertad de expresión debe establecerlos un juez después de un sesudo análisis y solamente tras la reclamación legal de un afectado. Prácticamente todo lo demás es censura caprichosa, aleatoria o, en el peor de los casos, malintencionada. 

La libertad de expresión se defiende reduciendo su control y sus límites, soportando las opiniones que no nos gustan y aceptando un debate plural en igualdad de condiciones. Y las mentiras no se combaten con censura, se combaten con verdades y con argumentos, pero eso requiere más esfuerzo que desconectar un micrófono, claro.

Por todo ello, apelo desde aquí a un nuevo tiempo de madurez en medios y especialmente en redes. Y proclamo que es esencial retirar las zarpas de los políticos, que tienen derecho a participar en un debate público plural, pero que no tienen ningún derecho a ejercer de jueces o supervisores. 

En definitiva, el ministerio de la Verdad solo sería útil para controlar los bulos del propio Gobierno, que son los más importantes y los que peores consecuencias acarrean, en vez de pretender vigilar lo que un señor de Argamesilla del Condado pone en su perfil de Twitter con doscientos followers (siendo así el tipo más popular del pueblo). Para que haya libertad y pluralidad, sencillamente, no hay que hacer nada, algo que debería entusiasmar a los políticos. Por favor, no molesten, señorías.

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