jueves, abril 18, 2024
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La poco católica boda de los Reyes Católicos

Las ambiciones políticas de Isabel y Fernando les llevaron a contraer matrimonio con una bula papal falsificada

Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón han pasado a la historia por su título de Reyes Católicos, pero el primer paso en la consolidación de su poder monárquico no pudo ser menos conforme a las leyes de la Iglesia.

Está sobradamente documentada la profunda devoción religiosa de Isabel —lo de Fernando parece haber sido otro cantar, al menos en lo que a la moral carnal se refiere—, sin embargo, los reyes llegaron al altar bajo palio de una bula papal falsificada.

Pero, ¿cómo consintió la piadosa Isabel en tamaño atropello canónico? Pongámonos en antecedentes.

Un matrimonio para reforzar la candidatura al trono

El hermanastro de Isabel y rey de Castilla, Enrique IV, temía morir sin descendencia y cuando por fin nació su hija, Juana, le faltó tiempo para nombrarla Princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono. Los poderosos nobles castellanos, no obstante, se conjuraron contra el monarca y propagaron el malicioso rumor de que la pequeña no era hija del rey, sino de su consejero Beltrán de la Cueva, que se habría convertido en amante de la reina, Juana de Avis. De ahí viene el sobrenombre con el que la joven princesa pasaría a la historia, Juana la Beltraneja.

A todo esto, la nobleza, siempre hábil para medrar, continuó su campaña contra Enrique proclamando rey a Alfonso, hermanastro del rey, en la llamada farsa de Ávila. Ambos aspirantes al trono llegaron a enfrentarse en el campo de batalla en Olmedo, en 1467. A la muerte de Alfonso un año después, no obstante, Enrique recuperó el control de la situación.

Los rebeldes se encomendaron entonces a la hermana de Alfonso y también hermanastra de Enrique, Isabel. Sus partidarios quisieron proclamarla reina, como habían hecho con su hermano Alfonso, pero la Católica no quiso usurpar el trono estando Enrique vivo. La fuerza de su candidatura hizo que el rey cediese y declarase a Isabel como la legítima Princesa de Asturias en los pactos de Guisando, comprometiéndose esta a jurar fidelidad a Enrique como rey.

Enrique IV de Castilla, entrando en Segovia en compañía de su hermanastra, Isabel, tras ser esta proclamada Princesa de Asturias en los pactos de Guisando. Detalle del lienzo de Juan García Martínez, conservado en el Museo del Prado.

La quiebra del pacto vino por la intención del monarca de casar a Isabel con Alfonso V de Portugal, veinte años mayor que ella. La futura reina de Castilla se negó en redondo y, en cambio, su entorno buscó un candidato mucho más natural y que a la larga se demostraría notablemente más ventajoso: el joven príncipe aragonés y recién proclamado rey de Sicilia, Fernando.

Una boda a hurtadillas y por la calle de en medio

Fue entonces cuando ambos prometidos movieron ficha en sendas jugadas tan peligrosas como necesarias. Por una parte, Isabel huyó de Ocaña, donde permanecía custodiada —léase recluida— según lo acordado en Guisando. De esa forma escapó del control de Enrique.

Por su parte, Fernando, que también tenía gran interés en el casamiento por el afán de Aragón de aliarse con Castilla frente a Francia, puso asimismo de su parte. En un episodio de gran riesgo para su vida y digno de ser narrado en esta sección en un futuro, cruzó de incógnito la frontera castellano-aragonesa y fue a reunirse con Isabel.

Ambos se encontraron en Valladolid y en esa villa se casaron un 19 de octubre de 1469 con el palacio de los Vivero como escenario.

Llegamos, por fin, a la famosa cuestión de la bula. Isabel y Fernando, miembros los dos de la Casa de Trastámara, eran primos segundos. Necesitaban, por tanto, una bula donde el Papa les diera permiso explícito para contraer nupcias.

Sin embargo, Paulo II, que por aquel entonces ocupaba la silla de Pedro, no estaba por la labor de dar su plácet. Y es que Enrique IV hacía generosas aportaciones a las arcas vaticanas, que el pontífice quería destinar a una cruzada contra los otomanos.

La solución fue falsificar la bula, algo de lo que pudieron ocuparse bien Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y uno de los consiglieres del entorno cercano de Isabel, bien el propio Antonio de Véneris, nuncio pontificio en Castilla.

Castilla bien vale una misa

No debió de resultarles fácil a los futuros Reyes Católicos dar el paso de casarse sin la venia papal. Aunque es una página gris para la historiografía, parece que incluso los consejeros de Isabel trataron de hacerle pasar la falsa bula como verdadera, lo que provocó la ira de la aún Princesa de Asturias cuando se enteró de la treta. No le faltaba carácter a la futura reina de Castilla.

Con todo, Isabel sabía del momento crítico en que se encontraba su pulso con Enrique, por lo que convino a tragar con la bula amañada en pos del golpe político que sabía la boda supondría para su hermanastro.

Lo que acabó por desatascar el impasse canónico en el que se habían metido Isabel y Fernando fue, cómo no, la muerte de Paulo II. El nuevo Papa, Sixto IV, a través de su legado, el valenciano Rodrigo Borgia, llegó a un acuerdo con los Católicos para regularizar el matrimonio. El precio fue, seguramente, un título para el hijo bastardo de Borgia, Pedro Luis. Por cierto, fue precisamente el cardenal Borgia quien dio a Isabel y Fernando su título de Católicos cuando llegó al papado en 1492.

En cualquier caso, Isabel ya había demostrado, y volvería a hacerlo en la guerra civil contra los partidarios de la Beltraneja, desatada tras la muerte de Enrique IV, que no iba a temblarle la mano en su afán por alcanzar el trono. Castilla bien valía una misa y una bula, por muy falsa que fuera.

Imagen destacada: fotograma de la serie Isabel.

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