viernes, marzo 29, 2024
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La pesadilla de los «derechos históricos»

“Las libertades locales o provinciales poco pueden resistir sin la libertad general… Es verdaderamente irrazonable la creencia de que se puedan crear y mantener aquellas sin el concurso de ésta. Es, desde luego, el sueño de algunos, pero puro sueño” (Tocqueville, Fragmentos sobre la Revolución).

La idea de revolución en España, a principios del siglo XIX (que figura frecuentemente en la literatura de la época), frente al estado de cosas que representaba el Antiguo Régimen, significó la reivindicación de la nación como instrumento político. Es decir, significó que los derechos políticos se obtienen por el hecho de haber nacido español, sin excepciones ni reservas (sin privilegios) de ningún tipo (“todos los españoles de ambos hemisferios), o por el hecho de, naciendo en el extranjero, haber obtenido la nacionalidad española. El jacobinismo, como postura más radical en este sentido revolucionario, significaba que la historia no hacía al derecho, sino que estos proceden de la política, del Estado. Esos “derechos históricos” que reclaman los nacionalistas regionales son una patraña: no existen los derechos “históricos”. La historia no es fuente ni justifica el derecho, sólo lo hace el Estado. Si se reconocen unos derechos especiales a los catalanes, a través de un Estatuto (“libertades locales o provinciales” en términos de Tocqueville), no es porque tengan “derechos históricos”, sino porque el Estado autonómico, el actual (no el histórico), le reconoce tales derechos. Y es que en la realidad política en la que vivimos es en la de Robespierre, no en la de Burke, ni la de De Maistre. Tampoco la de Marx, ni la de Lenin.

La vía estrecha foral y estamental de adquisición de derechos (que en el caso de España se produjo ganando palmo a palmo terreno al islam en la baja edad media), y cuyo motor característico fue el privilegio o favor real, determinó un régimen de propiedad determinado, el institucionalizado a través del Antiguo régimen. Desde la pressura al donadío fue durante ese largo proceso histórico, en los repartimientos de los territorios conquistados al islam, cuando se institucionalizó ese régimen de propiedad del suelo que las revoluciones contemporáneas transformaron.

Es a través de la vía ancha nacional, revolucionaria, de adquisición de derechos como el régimen de propiedad cambia y aparece la idea de patrimonio nacional. El territorio es de la nación, en su integridad, del que puede disponer si así fuera necesario como propiedad común, y así lo hará a propósito de las grandes transformaciones que se producen en el siglo XIX con la revolución industrial (instalación de gran industria, ferrocarril, ensanche urbanístico, comunicaciones, etc). El vuelo revolucionario, que fija a la nación como sujeto político, como sujeto de derechos, tiene una base territorial que es, virtualmente, todo el territorio, quedando, claro, la propiedad privada distribuida, pero siempre subordinada, por el Estado, que es quien ordena las leyes y los grandes códigos generales (Penal, Civil, de Comercio, etc) frente a los fueros particulares (que eran la célula del ordenamiento jurídico del antiguo régimen). Es el Estado presente, por tanto, y no el histórico, el que determina la distribución de derechos siempre de base jurídica, a través del derecho positivo. Apelar ahora, para justificar derechos, a los fueros históricos, no tiene más sentido que el de que el Estado actual reconozca privilegios para ciertos territorios, pero esto no tiene significado histórico alguno. La historia no hace el derecho, sino el Estado, insisto. Los estatutos autonómicos giran en torno a la pretensión, completamente idealista, de que los derechos estatutarios emanan de la patria regional, del terruño, y que el Estado tiene que reconocerlos. Es un espejismo, porque es el propio Estado quien genera vías estrechas estatutarias sin que ello signifique, de ningún modo, una vuelta al régimen foral, sino un fraccionamiento que pone barreras y obstaculiza la igualdad nacional de derechos. La Constitución y los códigos decimonónicos son una especie de Ave Fénix que se levanta de las cenizas del Antiguo Régimen: si algún ordenamiento anterior es reconocido por el Estado como vigente, su vigor no procede, ni puede proceder nunca, de la historia, sino del Estado. De este modo los derechos nunca son “históricos”, y si se habla en tales términos es para justificar un privilegio y la ruptura de la uniformidad jurídica que impone, idealmente, toda Constitución y todo código (en general, esto es, dado invariablemente a escala nacional).

En definitiva, Fuero (histórico) y Código actual son incompatibles. Pretender meter en una Constitución, como fuente de derechos, a un fuero regional o local, es un “puro sueño”, en efecto. Más bien pesadilla.

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