viernes, marzo 29, 2024
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La negritud como espíritu (I)

Algunos términos pasaron del prestigio indiscutido al abandono como el flogiston, un supuesto elemento en el que creyó la comunidad científica desde mediados del siglo XVII hasta finales del XVIII, cuando identificar el oxígeno reveló como oxidaciones los procesos antes explicados por “deflogistización”. Algo muy parecido ocurrió con el éter propuesto por Aristóteles como quinto elemento, en el que siguió basando Newton su sistema del mundo, descartado más tarde por no confirmarlo el experimento de Michelson y Morley, e irrumpir en escena la física relativista.

Flogiston y éter son ejemplos perfectos para quienes pretenden hoy zanjar dudas recurriendo a entelequias como “el 90% de los científicos”, cuando la abundancia de desmotivados entre docentes y discentes ha ido contagiando su actividad de amarillismo periodístico, hasta equiparar el valor del voto en elecciones y en asuntos como cambio climático o virología. En cualquier caso, el proyecto científico nunca será una verdad revelada, que pueda consultarse como el Corán o la Biblia, y cuanto más herede funciones clericales más se acercará a una burocracia con espíritu de gremio, dispuesta a prometer lo que Stephen Hawking llamaba ecuación cosmológica total, donde el sentido de los sentidos cabrá en media  línea de guarismos.

Investigar fenómenos complejos por definición protege en teoría a las ciencias humanas del infalibilismo dogmático y sus simplezas; pero mirar con algo más detenimiento muestra que la tentación de formular ecuaciones cosmológicas totales tiene entre quienes estudian al ser humano su análogo en las religiones políticas, cultos ateos cuyo denominador común es precisamente el totalitarismo: controlar todo hasta su último rincón. La semilla de dichos cultos se hizo esperar hasta que la Revolución francesa suspendió la declaración de derechos aprobada por ella misma, y decretó “el terror como atajo hacia la virtud”, confiando su administración a un todopoderoso Comité de Salud Pública. Como un año después sus principales miembros estaban decapitados, el evento pareció algo excepcional, aunque la creciente secularización del mundo –su desencanto ante lo mágico, matizaría Max Weber- alimentó más bien el magnetismo de ideologías encarnadas por mesías laicos, cuya primera figura triunfante duradera llega con el golpe de Estado bolchevique, en el país más extenso del orbe.

Coincidiendo por disponer de doctrinas y líderes infalibles, así como feligresías dignas del adjetivo fanaticus, a primera vista la diferencia entre cultos con y sin dioses yacería en prometer o no inmortalidad personal; pero mucho más decisivo en la práctica fue y es que el mesías ateo se consienta lo correspondiente al injertar, castrar y seleccionar practicado por agrónomos y criadores, héroes a menudo anónimos a quienes debemos desde la vaca holandesa al percherón o el trigo duro. Técnicas análogas evitaban aplicarse a la especie humana hasta lo llamado Grande Terreur por Marat y Robespierre, pues un principio común al espíritu helénico y al cristiano es que nuestros semejantes constituyen fines en sí mismos, nunca medios, y cualquier experimento involuntario con uno solo de ellos le degrada a cobaya, y convierte a quien lo imponga en un criminal.

Por otra parte, entre el brote jacobino de confianza en la guillotina y el recurso permanente a la Cheka discurre algo más de un siglo, donde imputar al laissez faire varios pánicos financieros y la llamada depresión larga justificó expresamente el ensayo de planificación total, iniciado  en Rusia e imitado una década después por Alemania, mientras en Italia asumía una versión mucho menos cruenta de sí mismo. En cualquier caso, el fondo permanente de la cuestión es el límite del condicionamiento –hasta dónde puede la crianza doblegar a la herencia-, un asunto en parte moral y en parte técnico que siempre desemboca en alguna depuración, ya sea de ideas y conductas o de determinaciones como la raza o la posición social.

El genio originario de la ingeniería social fue Francis Galton (1822-1911), un enciclopédico primo de Darwin, padre fundador de la estadística, que acuñó el término eugenics y fue el primero en investigar sobre miles de casos el nexo entre constitución individual y medio (“nature versus nurture” en sus términos). Convencido de que la herencia de rasgos prevalece eventualmente sobre el aprendizaje, Galton publicó en 1873 una célebre carta abierta al Times londinense titulada “África para los chinos”, donde sin negar la existencia de negros excepcionalmente inteligentes y virtuosos afirmaba que la laboriosidad, el tesón y la inventiva de un pueblo no se improvisan, ni siquiera aboliendo la esclavitud. Los británicos habían ilegalizado el tráfico de esclavos desde África a sus colonias ya en 1807, y Galton era incondicionalmente abolicionista, pero eso mismo le movió a afirmar que “los africanos ganarían mucho multiplicando el número y ascendiente de la inmigración china”.

Entretanto, Bernard Shaw, los Webb y H. G. Wells, núcleo teórico del Labor Party, saludaron entusiásticamente una ampliación de la eugenesia a los primeros campos de concentración en las guerras del Imperio inglés contra los boers sudafricanos, que informó también campañas de esterilización en medio mundo –sobre todo en California-, así como las deportaciones masivas de kulaks y mongoles decretadas por Stalin en los años 30. No obstante, seleccionar seres humanos en función de algún rasgo solo pareció atroz tras la derrota de Hitler, cuando tan anterior a su ario fue el yo/masa de Marx, llamado a construir desde cero y a la ironía de no votar jamás comunista, allí donde pudo elegir entre dictadura del proletariado y democracia liberal.

Perder la guerra hizo que los nazis desaparecieran sin mermar en principio el prestigio bolchevique, aunque el régimen soviético no tardaría en chocar con el llamado mundo libre, una expresión que solo empezó a usarse en la segunda posguerra, atestiguando las esperanzas puestas hasta entonces por las gentes de buena voluntad en el totalitarismo comunista. Desde los años 50, cuando empezó a hacerse innegable que el experimento soviético no era un humanismo, el desarrollo de economías mixtas agigantó al tiempo la prosperidad y el centrismo político, mientras el remanente de fieles a la revolución contra la propiedad y el comercio reaccionaba hacía frente a la crisis que terminó en el desmantelamiento del Muro y la autodisolución de la URSS, agrupándose bajo banderas como la castro-chavista (Socialismo del siglo XXI) y la altermundista.

Directa e indirectamente, la vigencia de ese núcleo ideológico brilla en el arraigo alcanzado por la corrección política, una forma no explícita de la eugenesia basada en lucha de clases y reversión de la tienda al economato –cuyos modelos más notorios son Cuba, Corea del Norte y Venezuela-, que transige con la propiedad privada a cambio de seguir controlando el aparato educativo e ideológico de no pocas democracias liberales. Esa rama de la ingeniería social empezó convocando una guerra genérica del pobre contra el rico, aunque tras lo ocurrido en la URSS y China se concentra en invitaciones más exóticas a la discordia, como la discriminación entre géneros o una reviviscencia del anticolonialismo, esto último al amparo de un infundio tan amargo y paralizante como identificar negro con oprimido y blanco con opresor.

Los embustes amparados en simplificaciones se refutan aportando los factores omitidos, e identificar la cultura occidental con una sanguijuela de las demás es una tesis tan infundada como el flogiston, o reducir los planes genocidas al nazismo. Sin embargo, no es baladí empezar constatando que a su falta de fundamento añade la mala fe de desorientar, y agraviar bajo cuerda a su supuesto defendido, desdibujando las lindes de lo remediable y lo irremediable. El pasado solo se altera mintiendo, a diferencia de un futuro abierto por definición, donde la libertad y el desahogo material pueden conquistarse, aunque jamás se regalen.

Nadie imaginó, por ejemplo, que solo hacia el siglo XIII los siervos europeos comenzarían a rechazar en masa una atadura a la tierra impuesta desde el Bajo Imperio romano, mil años antes, a fin de cuentas para reinventar sociedades donde la cuna dejara de imperar indiscutidamente sobre la suerte y el mérito. A lo largo de ese milenio, la atrocidad de negar a un semejante la condición de persona humana pasó de evocar rebeliones como la de Espartaco a un predominio de la resignación aconsejada por el apóstol Pablo, entendiendo que los pobres terrenales serán los favoritos celestiales. En cualquier caso, concibiendo la pobreza como santidad la población europea colapsó al ritmo en que el comercio y la moneda de ley desaparecían, hasta tocar fondo con una proliferación de leprosarios y hambrunas desde donde rebotó, merced al laborioso crecimiento de los burgos. Cuando éstos lograron amurallarse, el trabajo pagado con dinero contante y sonante resucitó en espacios donde “el aire emancipa”, ya que respirarlo un año borraba cualquier atadura servil. 

Los nuevos cristianos ya no detestarán el más acá por fidelidad al más allá, ni verán en la riqueza el resultado de agravar la pobreza ajena, porque la industria posibilitada por el retorno del comercio difunde la opulencia en vez de comprimirla, multiplicando la productividad a través de profesionales motivados por poder apropiarse el fruto de su trabajo, justo al revés que el esclavo. No obstante, nada de ello resulta viable sin reconocernos libres e iguales ante una ley convenida por la mayoría, cosa inseparable a su vez de respetar los dos principios universales y permanentes del derecho: que los pactos se cumplen (o indemnizará quien incumpla), y que la propiedad nunca se obtiene ni pierde mediando violencia o fraude.

Por supuesto, fue monstruoso encadenar y exportar a América poblaciones africanas durante cuatro siglos; pero el victimismo borra elementos cruciales –empezando por el rol hegemónico del islam en ese tráfico desde el siglo VIII a hoy mismo, aunque  Boko Haram en Nigeria, el califato establecido hasta hace poco en el norte iraquí y las guerrillas integristas de Indonesia y Filipinas lo recuerden cotidianamente. Lejos de investigar, el victimista recita cantinelas lacrimosas donde la denuncia de atropellos se amalgama con el ansia de atropellar, quizá no informado siquiera de lo antes aludido.

Por lo demás, el artículo de periódico es un género breve por definición, incluso en formato digital, y como he agotado la cuarta página sin acabar de precisar lo sustantivo, opto por dejar que El Liberal decida si el resto toca publicarlo mañana, la semana próxima o a continuación.

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