jueves, abril 25, 2024
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La (merecida) estafa de Salvador Dalí a Yoko Ono

Una de las salvedades que guarda para sí el arte moderno es su pretendida subjetividad. Es decir, a diferencia de otros ­­–clásico, barroco, renacentista o incluso visigodo­­–, no busca causar impacto a través de un dominio de las proporciones, la simetría o lo que podríamos llamar un gusto objetivo por la estética. Por el contrario, significa su ser en lo presuntamente creado en la consciencia del receptor, al que se hace copartícipe y, por tanto, parte de la obra.

Podríamos hacer un cálculo aproximado del precio de La Gioconda, de una primera edición de Juan Ramón Jiménez, de un lienzo de Umberto Boccioni o de los retablos de la catedral de Astorga, ¿pero de un par de listones de madera en equilibrio? ¿Y del bigote de Salvador Dalí?

Fue esta coyuntura aprovechada por el pintor surrealista, al que Yoko Ono solicitó una muestra de su famoso bigote, posiblemente para alguna obra de “arte conceptual”. Según cuenta la conocida modelo Amanda Lear, a la sazón amante del pintor figuerense, Dalí pensaba que Yoko Ono “era una bruja y temía que lo hechizara” o que usara ese pelo para alguna especie de ritual.

Quién sabe si por esa u otra razón, Dalí se mostró reticente en todo momento a enviarle cualquier muestra u otro tipo de objeto personal, por lo que decidió tomar el agostado trozo de un planta aleatoria del patio y hacerlo pasar como si fuera un fragmento de su bigote. Porque, si bien no buscaba complacer los deseos de la esposa de Lennon, tampoco era preciso rechazar la cuantía del cheque.

Me mandó al jardín a buscar una hierba seca y la colocó en un lindo cofre”, “le divertía timar a la gente”, aseguró la modelo en una entrevista publicada por ‘VSD Magazine’. Poco después, se lo envió a Yoko a cambio de un simbólico precio fijado en 10.000 dólares.

Decía Gómez Dávila en uno de sus famosos escolios que el moderno destruye más cuando construye que cuando destruye. Quizá siguiendo esta filosofía obró Dalí, sin ser consciente de ello, en un acto que le llevó a embolsarse diez mil dólares mientras se desprendía de un trozo de yerba seca que alguien, en nombre del arte, recibió sonriente a miles de kilómetros de allí.

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