viernes, marzo 29, 2024
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Impresiones parisinas

Cada vez que mis tendencias cosmopaletas afloran y opto por irme un fin de semana a visitar alguna ciudad europea procuro leer antes las crónicas de Camba sobre el lugar en caso de que las haya. Luego, cuando estoy allí, comparo lo que él vio con lo que puede uno ver hoy y casi siempre me sorprendo de lo mucho que ha cambiado.

Eso es exactamente lo que me sucedió el fin de semana pasado en París. Estuve toda la semana leyendo los artículos en los que Camba describe sus paisajes, sus gentes, su comida, su champagne, sus tertulias, su rumor, su espíritu artístico. Porque para Camba París es ante todo un pueblo de artistas, y hasta Francia en general lo es, y supongo que tiene razón, pero no pude comprobarlo: creo que como mucho me crucé con cinco o seis franceses. Más que la capital de Francia, París da la sensación de ser un batiburrillo de las distintas culturas y etnias que pueblan el mundo, un poco como lo que Noé se hubiese llevado al arca si le hubiesen exigido personas en lugar de animales. Y nada contra eso, eh, pero quizá sea el motivo de que yo no pudiese ver a muchachos regando las aceras mientras trazaban en ellas «toda suerte de arabescos» o a obreros tirando de un cable «al compás de una música entrainante» o a «pintores de puertas y ventanas con sus largas melenas y sus corbatas flotantes». Quizá sea el motivo, digo, de que el parisino en particular, el francés en general no me pareciese un pueblo artístico.

En lo que sí parecen expertos los habitantes de París —al margen de que sean o no parisinos— es en hacer pasar lo bueno por extraordinario. En vender la moto, que diríamos los españoles. Sucede igual que con los escritores: los hay que cuando se les ocurre una buena idea procuran presentarla bien, preparar al lector para que éste caiga en la cuenta de que es, oh, una idea genial, y los hay, en cambio, que le dan muy poca importancia, que la cuentan como contarían que se han levantado al baño en mitad de la noche porque su vejiga estaba a punto de estallar. Pues bien, mientras que Roma pertenecería, en caso de ser escritora, a ese segundo grupo, París es claramente parte del primero, y hasta es probable que lo encabece junto a Nueva York. En Roma uno está permanentemente rodeado de belleza, incluso el empedrado de las calles es extraordinario, y mire a donde mire se queda prendido; y, con todo, no se insiste tanto en anunciar esa belleza. Ni siquiera lo hacen sus habitantes, que más bien procuran presentarla todo lo sucia, todo lo fea que pueden para ver si así se vacía por fin de turistas. De hecho, un romano jamás recomienda a un extranjero vivir en Roma: le habla de los autobuses que no funcionan, de los trenes que nunca salen a su hora, de las basuras que no se recogen. ¿Y la pasta? ¿Qué le dice de la pasta? Pues que está más rica en Nápoles, Sicilia o Milán.

París y sus habitantes operan exactamente al contrario. Insisten en que no hay lugar más bonito que París, lo de la ciudad del amor y todo eso, y procuran que lo que vaya a ver el turista esté siempre impoluto. Cada bistró es de película, cada vinoteca, de anuncio. De lo que uno no se da cuenta hasta el final, hasta que ha devorado su bistec con patatas y está apurando algún postre con mucha nata porque «un día es un día» al tiempo que ojea la cuenta es de que la belleza parisina es bastante más cara que cualquier otra. Hablamos por lo menos de cuarenta por cabeza. O de cincuenta si se ha cometido la imprudencia de sentarse a orillas del Sena. Pero uno como que lo relativiza; ¡es todo tan bonito!

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