viernes, abril 19, 2024
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Felipe se santigua

Si hay algo en lo que coinciden los católicos y los ateos es en que la fe en España ha pasado a ser una cosa residual, casi extinta, y en cierto modo tienen razón. Mientras que los primeros, que ven sus iglesias y sus seminarios vacíos, lo anuncian —o denuncian— afligidos, los segundos se regocijan, pues se (nos) piensan liberados de un yugo que, aseguran, entorpece el progreso. Con todo, unos y otros tienen menos razón de la que creen: aunque secularizada, España se resiste a dejar de ser católica —quizá porque íntimamente sabe que entonces dejaría de ser.

No quiero decir con esto que la fe siga siendo el centro (ni la periferia, siquiera) de las vidas de los españoles, y tampoco que hayamos logrado mantener una sociedad propiamente católica, pues es cierto que la secularización ha hecho estragos (y los ha hecho incluso entre los fieles, que han aceptado relegarla al ámbito privado, como si la fe pudiese vivirse íntimamente o, peor, como si pudiese vivirse separada de todo lo demás). Lo que quiero decir es que los esfuerzos encaminados a arrancar la fe de nuestra forma de ver el mundo no han sido tan fructíferos como pudiera pensarse a priori; que tras tantos años de secularización lo católico sigue arraigado en nuestras tradiciones. Aquí se sigue acudiendo a procesiones, visitando cementerios y desposando en iglesias, por ejemplo. Y siempre será mejor que se haga esa clase de cosas aunque después se incumpla en todo lo demás. 

Todo esto es extrapolable al caso de Felipe VI, que hace poco se santiguó delante del féretro de Isabel II. Es rey de una España aconfesional, sí, pero la presencia de la muerte —y, querría pensar, del anglicanismo— lo llevó a santiguarse. Bien por él. Con todo, entre los católicos los hay que se han quejado; deben de ser los mismos que protestan porque haya quien sólo se acuerda de la Virgen cuando su cofradía la saca en procesión. Sus quejas revelan un espíritu puritano, mezquino, más propio de una sociedad protestante que de una sociedad católica; un espíritu que aspira a repartir carnés de pureza, como sucede entre los seguidores de cualquier ideología o movimiento político. Estos católicos no logran alegrarse de que el pecador se acerque siquiera un día al año a la Virgen, quizá porque prefieren que se mantenga siempre alejado. Y tampoco les mueve que su rey, a pesar de haber abjurado de todo, se persigne. Eso sólo pueden hacerlo ellos, tan correctos, tan piadosos, tan beatos.

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