sábado, abril 20, 2024
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Están locos estos americanos

Leo con alarma que, en la superpotencia de la corrección política, en el Canadá de Justin Aladdin Trudeau (no dejen de buscar en Internet su atuendo en su visita de Estado a la India, háganme el favor), les ha dado por algo tan antiguo y siniestro como quemar libros. En concreto, se ha sabido ahora que en 2019 se organizaron varias “ceremonias” en algunas ciudades de la Provincia de Ontario, zona francófona -obvio-, donde se quemaron 5.000 obras, incluidos cómics de Tintín y Astérix o cuentos como Pocahontas. El supuesto pecado capital de estos títulos no es otro que tener contenido inapropiado hacia los pueblos indígenas y la mujer.  

Antes de examinar el fondo, permítanme detenerme primero en la forma. Como recuerda siempre un buen amigo militar al calor de unos buenos licores en nuestras reuniones periódicas de los miércoles, a día de hoy, acostumbrado a leer cada día un disparate, yo consiento casi todo, excepto una cosa: que me aburran. Y es que uno se esperaba de la democracia más polite, inclusiva y bienqueda del mundo algo mucho más elaborado que una ceremonia de quema de libros. Una performance intercultural de rechazo inclusiva e interestelar en las ruinas de un antiguo poblado comanche, quizá, pero no una rancia, cutre y, por cierto, muy contaminante, combustión de material potencialmente reciclable. Por lo menos, chicos, haber tirado los papeles al contenedor azul.

Pero si bien el envoltorio pinta mal, lo preocupante es el fondo del asunto. Lo que se organizó en estas veladas en Canadá en 2019 no es una ceremonia de desagravio, es toda una gigantesca operación de destrucción de pruebas. Los organizadores de esta siniestra pira no quieren, incautos lectores, mejorar el mundo borrando las causas de injustas discriminaciones. Porque ellos saben, como todo el mundo, que si olvidamos la Historia estamos condenados a repetirla. Si quisieran que estas publicaciones dejasen de transmitir esas presuntas ideas peligrosas y fuesen tachadas definitivamente en el subconsciente colectivo, las hubieran expuesto al público con gran alharaca, señaladas como pruebas irrefutables de una sociedad radicalmente injusta. Porque recordar de nuevo el horror nos hace prevenir sus causas. Vayan a Camboya y vean las atrocidades de Pol Pot, vayan a Auschwitz, recorran el memorial de las víctimas del terrorismo en Vitoria. Todos estos espacios provocan al visitante una sensación de rechazo tan profunda, tan humana, tan auténtica que les prevendrán de apoyar experimentos similares en el futuro. O, por lo menos, eso es lo que se pretende con estos espacios.

Sin embargo, al quemar estas obras, lo que hacen estos aprendices de brujo es destruir pruebas de su ideología siniestra y carente de propuestas. Al igual que los talibanes cuando dinamitaron los Budas de Bamiyan, estos tipos pretenden que las nuevas generaciones descubran que (¡caramba!) no somos presuntos culpables de ningún pecado original por el que debamos vivir pidiendo permanentemente perdón. Destruyen la posibilidad de que un joven, acercándose un día a una de estas bibliotecas, se tome la molestia de leer un cómic de Astérix y, tras proferir una sonora carcajada que se oiga en Torontontero, se dé cuenta de que la historia uniforme que le han hecho aprenderse es un enorme camelo que camufla la falta de proyecto político de una creciente parte de la izquierda caviar en el mundo. El Rey, amigo, estaba desnudo. Ese día, como el día que en Nunca Jamás dejaron de creer en las hadas, se acabará el chollo para algunos.

Por Javier Martínez-Fresneda.

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