jueves, abril 18, 2024
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El detalle decisivo que aseguró la victoria cristiana en Lepanto

La Santa Liga se enfrentó al reto de detener el avance turco en el Mediterráneo con un as en la manga en sus embarcaciones

Me atrevería a asegurar que todos los plumillas que en estos días escribiremos sobre el aniversario de la batalla de Lepanto arrancaremos nuestros reportajes echando mano de las célebres palabras de Cervantes sobre aquel día, que lo definió como «la más alta ocasión que vieron los siglos». Ruego disculpen la falta de originalidad de mi gremio y la de servidor, pero, cuando Cervantes te regala semejante epíteto, tampoco estamos para hacerle ascos.

Pero no por tópicas son menos ciertas las palabras del escritor complutense. Ciertamente Lepanto fue un combate singular que decidió una de las grandes encrucijadas de la historia occidental: el turco amenazaba la Europa cristiana, y la Santa Liga, liderada por una España en su apogeo político y militar, tenía el deber de pararle los pies. Dos precedentes, uno en forma de victoria y otro de derrota, ejercían de jueces de la historia para la alianza cristiana: la batalla de Poitiers (732) y la caída de Constantinopla (1453).

Con esta clara conciencia inició su singladura la flota comandada por Juan de Austria, hermanastro del rey Felipe II, que partió desde Mesina a mediados de septiembre. Conformaban la escuadra cristiana unas trescientas naves, la mayoría de ellas venecianas (Felipe II puso la mayoría de hombres y sobre todo el dinero), pero también españolas, genovesas y unas pocas del papa Pío V. Este último exhortó a todo el orbe católico a rezar el rosario para pedir la derrota de los otomanos y es así como hoy se sigue celebrando la fiesta de la Virgen del Rosario el 7 de octubre, aniversario de la batalla.

Pintura de la batalla de Lepanto, por Juan de Toledo y Mateo Gilarte (1663-1665), presidida por la Virgen del Rosario. Iglesia de Santo Domingo, en Murcia.

La flota cruzada se dirigió hacia las aguas griegas del Peloponeso para entablar combate contra la armada turca, comandada por Alí Pachá, el hombre de confianza del sultán. Los otomanos eran ligeramente superiores en número de naves y de hombres, además de ser los únicos marinos que podían asemejarse a españoles e italianos. No en vano lo que se jugó en Lepanto, ante todo, fue el dominio del Mediterráneo y la posibilidad para los cristianos de limpiar aquellas aguas de piratas berberiscos, que con tanta frecuencia asolaban sus costas.

El combate

Juan de Austria dividió sus fuerzas en cuatro secciones. Por el flanco izquierdo, el veneciano Agustino Barbarigo conducía algo más de cincuenta galeras; por el derecho, el genovés Juan Andrea Doria, con otras tantas; y por el centro el propio vástago de Carlos V, al mando de la nave capitana y de otras 63 galeras. Por último, un cuarto grupo de combate quedaba en la reserva mandado por Álvaro de Bazán, cuya intervención fue fundamental en el desenlace de la batalla.

Por si fuera poco, andaba por allí un joven Alejandro Farnesio, al que le fueron confiadas las pocas naves que aportó Génova. El que luego sería uno de los grandes generales de Felipe II se destacó en Lepanto por su bravura en combate.

De un cañonazo, la Sultana, la embarcación de Alí Pachá, retó a la nave capitana donde navegaba Juan de Austria, La Real, que no dudó en responder y lanzarse a la pelea. El resultado tras una ardorosa refriega fue la decapitación del almirante otomano, que provocó un serio golpe a la moral de los turcos.

Con todo, Álvaro de Bazán tuvo que salvar el día en dos ocasiones para la escuadra cristiana, primero cuando el veneciano Barbarigo pereció en combate y peligró el flanco izquierdo de la formación, y más tarde cuando el capitán turco Uluj Alí rebasó al genovés Doria y quiso aplastar el centro cristiano desde la derecha. Por el camino, tuvo tiempo de echarle una mano a Juan de Austria en su duelo con Alí Pachá.

Combate naval de Lepanto, por Juan Luna (1887), expuesto en el Senado.

Un partido ganado ‘en la pizarra’

Pero, aparte de la aguerrida pericia de los marinos cristianos, otro factor fue fundamental en la victoria de la Santa Liga. Se trata de una idea atribuida a García de Toledo, duque de Fernandina, que se aplicó a las galeras de la coalición antes de tomar contacto con los turcos.

El asunto se resume en que, desde tiempos de la Antigua Grecia, una de las tácticas de combate más básicas en el mar consistía en que las embarcaciones se embestían unas a otras con el llamado espolón de proa, una prolongación de bronce o de hierro situada en la parte delantera de la nave que actuaba como ariete en el casco del adversario.

Galera maltesa del siglo XVII. En su proa, se aprecia el espolón saliente.

Pues bien, Juan de Austria dio luz verde a la idea de García de Toledo de retirar esta pieza de las galeras cristianas, lo que suponía una innovación de primer orden en la época. De esta forma, las naves ganaban una ventaja para su ya de por sí superior artillería. Al perder el peso delantero del espolón, los cañones podían disparar desde un ángulo ligeramente superior y, por tanto, a un mayor alcance.

La estratagema permitió a las naves cristianas infligir un daño más severo a las galeras turcas antes de llegar a una distancia de abordaje. Los artilleros cristianos barrieron las cubiertas otomanas sembrándolas de cadáveres y desequilibraron el combate. Los números no mienten: se calcula que 40.000 turcos perecieron aquel día en Lepanto, cuatro veces más que los de la Santa Liga. No en vano, las campanas de las iglesias de toda la cristiandad repicaron para celebrar la victoria.

España lideró aquella jornada tan trascendental como gloriosa. Tal es así que cuatro siglos después el escritor británico Gilbert Keith Chesterton, autor de una de las más bellas crónicas de aquella batalla, subrayó la participación hispana en Lepanto y dejó un recado a Francia y al propio Reino Unido: «La fría reina de Inglaterra se mira en el espejo / la sombra de los Valois está bostezando en misa / de las fantásticas islas del ocaso llegan los ecos del cañón español».

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