martes, abril 23, 2024
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El derecho a decidir como privilegio a exterminar

Es sabido que la distinción Izquierda / Derecha con significado político aparece, por primera vez, en el contexto contemporáneo, revolucionario, de la formación de la Nación, cuando esta es identificada con el poder soberano (frente al absolutismo real y la sociedad estamental del Antiguo Régimen). En concreto, la distinción aparece, por razones meramente logísticas, durante las jornadas en las que tuvieron lugar las reuniones de la Asamblea nacional francesa, presidida por Mounier, para determinar los límites del poder real. 

A partir de aquí esta distinción ha recorrido la historia contemporánea con un sentido político muy definido, y que podríamos fijar cronológicamente entre 1789 y 1989, siendo así que quizás en la actualidad del 2021 cupiera hablar de su extinción política -por la ecualización práctica de ambas posiciones-, aún conservando un sentido sociológico o antropológico. Sea como fuere, la distinción política izquierda / derecha acompaña a este proceso contemporáneo de identificación de la Nación como sujeto soberano, y lo acompaña como una función suya, canalizando en estos dos grandes géneros, izquierda / derecha, las distintas ideologías políticas que envuelven a la diversidad de facciones (los llamados “partidos”) que, a su vez, empiezan a desarrollarse en este nuevo marco político nacional

Porque será aquí, en este contexto, en el que la distinción izquierda / derecha aparecerá en cuanto funciones vectoriales, por así decir, genéricas a las distintas facciones, ahora ya nacionales, que actúan en el cuerpo político, y que tratan de imponerse unas a otras para hegemonizar a la sociedad en su conjunto. Es decir, el marco de la acción política de estas facciones siempre va a ser la nación, aunque después se pueda desbordar ese marco (como pasó con la Francia napoleónica, o con la Rusia sovietista, etc)

Pues bien, atendiendo a la definición generalísima de izquierda y de derecha, tal como funciona en el campo o espacio político contemporáneo de Naciones, podemos distinguir para medir la influencia de ambas fuerzas en el “cuerpo político” nacional las siguientes características funcionales (rehuyendo de toda concepción sustancialista, mítica, maniquea de las mismas):

Así, la izquierda como género que agrupa, necesariamente, a distintas especies, representativas de distintas facciones (jacobinismo, doceañismo, socialismo, anarquismo, comunismo), ha actuado en el cuerpo político nacional disolviendo privilegios y exenciones, destruyendo, vía racionalista, cualquier fundamento metapolítico (metafísico) que los legitimase o justificase, tratando de generalizar la igualdad de derechos (universalidad isonómica) en el ámbito del cuerpo político nacional (“holización” llamó Gustavo Bueno a este racionalismo político de las izquierdas, en su obra El Mito de la Izquierda). De este modo los individuos en tanto que partes del todo social (ciudadanos) participan directamente de la soberanía nacional, al margen de su condición social (el estamento desaparece, deja de tener efecto político): “la constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya. Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano” (Maximilian Robespierre, Discurso del 22 de octubre de 1789 en la Asamblea Constituyente en Discursos por la felicidad y por la libertad, ed El Viejo topo, p.25). 

Incluso diríamos que la izquierda, el género de la izquierda, es la que, en efecto, define a la Nación como nueva forma política de organización social, en cuanto que es el agente revolucionario de transformación (disolvente) del Antiguo Régimen, siendo la derecha (la “derecha primaria”) una reacción a la misma que trataría de restaurarlo. Nación se opone así a privilegio, porque Nación significa esa igualdad isonómica ante la ley, frente a las leyes privativas (privi-legio) de una parte. Así, dirá Sieyés: “Entiendo por privilegiado a toda persona que se sale del derecho común, sea porque pretende no hallarse sometido en todo a la ley común, sea porque pretende derechos exclusivos. Hemos probado suficientemente en otro lugar que todo privilegio resulta injusto por naturaleza, odioso y contrario al pacto social. En suma, una clase privilegiada es a la nación, lo que las ventajas particulares son con respecto al ciudadano y, del mismo modo que éstas, no resulta en modo alguno representable. Nunca se recalcará esto suficientemente: una clase privilegiada es con respecto a la nación, lo que las ventajas particulares perjudiciales son con respecto al ciudadano, por lo que el deber del legislador será suprimirlas” (Emmanuel J. Sieyés, El tercer estado y otros escritos de 1789, ed. Espasa Calpe, Austral, p.245)

La derecha, por su parte, precisamente, busca la conservación o restauración de estos privilegios (particulares, privativos de una parte) y su recurrencia, legitimados a través de cierto orden metafísico originario (ontoteológico, diríamos, en el caso de las monarquías absolutas europeas), que justificaría, a su vez, determinada estabulación social (estamentos o estados). De algún modo la derecha, para justificar la disposición de determinado orden social acude a razones (tampoco es un irracionalismo absoluto, sino más bien otro tipo de racionalidad) que desbordan las categorías políticas (Dios, Naturaleza, Tierra, etc…), hablando de los derechos ancestrales (propiedad originaria) de una parte social sobre otra, y cuya fuente mana de condiciones o disposiciones metapolíticas que, por las razones que fuera, no se dejaría someter a la lógica de la holización (la raza, la región, la confesión, la renta…). La quiebra o transformación de este orden conduce, inevitablemente, según esta concepción, a la anarquía y al desgobierno. De hecho, las primeras formas de racismo surgen en Francia para justificar, por parte de la nobleza francesa, su ascendencia merovingia y, por lo tanto, por la necesidad de conservar esos privilegios hereditarios.

Pues bien, teniendo en cuenta esta definición generalísima de la funcionalidad práctica de la izquierda y la derecha como corrientes políticas definidas conforme a su acción en el ámbito de la sociedad contemporánea de naciones, se trataría ahora de caracterizar al nacionalismo fragmentario en él (catalanismo, bizcaitarrismo, galleguismo, etc), y tratar de asimilarlo bien a la izquierda, o bien a la derecha en este sentido político.

Por nuestra parte, ya adelantamos, que la idea fragmentaria de Nación en España, referida a determinados fragmentos o partes de la nación española (Cataluña, Galicia, País Vasco), es una idea de Derecha por definición, y completamente incompatible con la racionalidad de la Izquierda (lo cual no es óbice para que determinadas corrientes de izquierda, por razones de oportunidad, más bien oportunismo, hayan entrado en connivencia con ella, y lo sigan haciendo, sobre todo cuando esas izquierdas pierden de vista el estado y la soberanía y se convierten en izquierdas indefinidas, gauchistas, feng-shui, posmodernas, o como quiera que las llamemos).

La idea fragmentaria de nación presupone la “apropiación” (aunque sea virtual) de un fragmento de la nación española en virtud de un “derecho” resultado de una petición de principio completamente arbitraria. Así, la afirmación de que “vascos”, “catalanes”, “gallegos” son titulares de la soberanía de los territorios correspondientes (Cataluña, País Vasco, Galicia), solo puede hacerse previa exclusión (en realidad expolio), por petición de principio, decimos, del resto de españoles respecto de tales territorios (omnis determinatio est negatio, que decía Spinoza). Es decir, la “autodeterminación” (concepto en sí mismo absurdo) es, en realidad, una negación, una exclusión, una segregación de una parte de la sociedad a favor de otra. El “derecho de autodeterminación”, es, en este sentido, en realidad, el privilegio que se arrogan unos pocos para excluir a otros, y exterminarlos (sacarlos fuera de términos) de esa región. Se pide el principio de la soberanía nacional recayendo su titularidad sobre los vecinos de, o los nacidos (no está claro) en Cataluña, País Vasco, Galicia…, excluyendo al resto de españoles de los derechos de propiedad soberana que tienen sobre tales territorios, como si Cataluña fuera de los catalanes, el País Vasco de los vascos, Galicia de los gallegos y no de los españoles –incluyendo naturalmente catalanes, vascos y gallegos-.

Una apropiación territorial pues que pasa, sin más, por la fragmentación de una nación previamente constituida, en función de títulos de justificación bien pre-prepolíticos (la etnia, la raza…), o bien oblicuos a la política (la lengua, etc), pero que, en cualquier caso, se presentan como anti-nacionales en cuanto que atentan, al no reconocerla, contra la soberanía nacional española.

Y es que será justamente en aquellos sectores más reacios a la nacionalización, y anclados en la defensa de los privilegios del Trono y el Altar (poder eclesiástico, carlismo, foralismo…), en los que se comenzará a cultivar la idea de nación fragmentaria de la mano de aquellas facciones políticas más reaccionarias. Una idea desde la que, opuesta a la unidad nacional española, se reclama, en virtud de unas supuestas “diferencias” culturales o lingüísticas, el reconocimiento del privilegio de disponer de capacidad legislativa, judicial, fiscal, etc…, en favor de los intereses de una parte (región) de la Nación realmente constituida -la española- frente a otras partes de esa misma nación, fracturando así el principio de holización (isonómica) nacional introducido por las (primeras) generaciones de la Izquierda.

Así pues las causas de la formación de los llamados “movimientos de liberación nacional”, referidos a esos fragmentos de la Nación española, no hay que buscarla en una presunta nación que, en efecto, por ser real, necesite ser liberada de su opresión, sino que, más bien, hay que buscarla en los mecanismos ideológicos por los que, en determinadas sectores de la Nación española (la única realmente existente política e históricamente), cristaliza la idea de convertir determinadas partes de España en todos “nacionales” aparte (“partes de un todo, en todos aparte”, por utilizar la fórmula orteguiana). 

Es decir, y dicho de una vez, es la descomposición de España, como nación política soberana, la realidad que está a la base de esos “movimientos de liberación”, y no la imposible “restauración” soberana de naciones que nunca han existido. Lo que se trata de “restaurar” son, pues, justamente, ciertos privilegios de unas partes regionales frente a otras (diferencias regionales que remiten, en último término, al Antiguo Régimen como raíz común), y a través de ellos, desgajarse del tronco común nacional.

En definitiva, la libertad de la que habla el “soberanismo” regionalista, es la libertad privativa de una parte (privilegio) de la nación frente a otras (a las que se las expolia), y cuyo significado real, no ficticio o ideológico, es la fragmentación de la Nación española, y con ella, la ruina de nuestros derechos soberanos  (generalmente en favor de otras soberanías que actúan en el entorno -Francia, Alemania, EEUU, Gran Bretaña, Marruecos, etc- que son, al final, las que salen ganado con dicha descomposición).

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