viernes, abril 19, 2024
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Ejército europeo: tan necesario como utópico

Con ocasión de los últimos acontecimientos vividos en Afganistán, el Alto Representante de la Unión Europa (UE) para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, ha puesto sobre la mesa el debate acerca de la imperiosa necesidad de que la organización cuya diplomacia dirige disponga de su propia capacidad militar. Una fuerza integrada por militares y capacidades de los 27 países miembros, para la realización de misiones propias de la UE. Además, independiente tanto de Estados Unidos como de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), a fin de conseguir la ansiada “autonomía estratégica” europea, si bien dicho ejército podría actuar en estrecha coordinación con las fuerzas estadounidenses y de la Alianza Atlántica.

No es ninguna novedad. Desde hace meses es una de las principales apuestas de Macron, el presidente de Francia, para reanimar y fortalecer a la UE. Pero del mismo modo que, hasta ahora, ha fracasado la insistente iniciativa francesa, lo hará la del señor Borrell. Al menos, mientras no cambien las características, condiciones y contexto de la UE, lo que no parece que vaya a suceder a corto plazo.

Para empezar, un ejército sirve a un Estado. En este caso, debería responder a las misiones, civiles o militares, que requieran el uso de una fuerza por parte de la UE. Pero la Unión, si bien es una organización supranacional -con cierta teórica pérdida de soberanía- no es, ni mucho menos, un supraestado. 

Cuando se quiso disponer de una Constitución que diera pie a ese supraestado, aunque ésta se aprobó en junio de 2003 y se firmó el 29 de octubre de 2004 en Roma por los jefes de Estado y de gobierno de los países integrantes, nunca fue ratificada, por lo que no entró en vigor. La razón fue que, en el marco de los referendos precisos para ese proceso de ratificación, se votó en contra, mayoritariamente, en Francia (mayo de 2005) y en Holanda (junio del mismo año). Así las cosas, la UE sigue siendo un conjunto de Estados básicamente unidos por aspectos económicos, sin terminar de avanzar en el proceso político, y en no pocas ocasiones enfrentados entre sí, pues pocos son los temas trascendentales en los que todos los miembros alcanzan un acuerdo.

Por ello, lo primero que debería existir para llegar a tener un auténtico ejército es, cuando menos, una verdadera política común exterior, de seguridad y de defensa digna de tal nombre. Hoy por hoy, y a pesar de la existencia del Servicio de Acción Exterior, la realidad es que cada país va por libre en materia internacional, y no pocas ocasiones en dirección opuesta o enfrentada a la de sus colegas o instituciones de la UE.

Un escollo de momento insoslayable es la diferente querencia de los Estados miembros, pues, mientras unos sí se inclinan hacia la creación de este ejército europeo, cual es el caso de los cuatro principales países, otros abogan por seguir anclados y dependientes de la Alianza Atlántica y, por tanto, de Estados Unidos. Situación que se evidencia en la compra de armamento, pues, a pesar de que la UE produce material militar de primera calidad, algunos de sus miembros siguen optando por adquirir medios estadounidenses, como puede ser el avión de combate F-35.

No menos importante es que, para que una organización de esta naturaleza perviva en el tiempo, se tiene que dar una condición esencial: que todos y cada uno de sus integrantes perciban las mismas amenazas senténciales, que tengan un enemigo común. Lo que no es el caso, ni de lejos. Algunos países, especialmente los de Europa Oriental, miran con recelo hacia Rusia, mientras que los países del Sur focalizan su preocupación en el Mediterráneo. Y al tiempo que para ciertos países es de máxima preocupación el terrorismo salafista-yihadista, el resto prácticamente no sabe ni muy bien lo que significa, pues nunca han padecido su azote ni prevén sufrirlo.

Por otro lado, según el Tratado de la UE, las decisiones en materia de defensa deben alcanzase por unanimidad en el seno del Consejo Europeo. Y aquí surgen nuevos y críticos problemas. 

Uno de los principales son las enormes diferencias en materia presupuestaria. Hay países que emplean, al menos rozan o incluso superan, el 2% de su PIB en gasto de defensa, como Estonia, Francia, Grecia, Polonia o Rumania. Pero los hay que apenas llegan a la cuarta parte, cual es el caso de Luxemburgo. Sin olvidar que otros se quedan a mitad de camino, no llegando a emplear en estos menesteres ni el 1% del PIB, como España o Bélgica. Obviamente, los países que más aportaran, tanto porcentual como cuantitativamente, exigirían que su voz fuera escuchada con mayor fuerza, como ya sucede en OTAN. Lo que no dejaría de provocar fuertes fricciones.

Lo mismo cabe decir de las capacidades que cada país podría y debería aportar. Obviamente, no es lo mismo la capacidad de influencia que pueda tener Luxemburgo -cuenta con menos de 1.000 efectivos en activo- o Malta – apenas supera los 2.000 soldados- que un ejército poderoso como el francés, con más de 260.000 hombres y mujeres en activo, y que además posee armas nucleares.

En definitiva, habría una pugna permanente por ver quién daría las órdenes de empleo de la fuerza, en qué misiones u operaciones y con qué finalidad. Además, flotaría siempre en el ambiente la suspicacia de que se podrían llegar a realizar los cometidos militares tan solo en beneficio de algunos de los países con mayor peso e influencia. Por todo ello, llegar a un acuerdo por unanimidad se antoja casi una fantasía.

Un aspecto que no se debe desdeñar son las percepciones y sensibilidades de las diferentes poblaciones con respecto a disponer de un ejército, y sobre todo para qué misiones emplearlo, en qué escenarios y contra qué enemigos. Aunque pueda parecer que debería ser cuando menos similar en el conjunto de la Unión, lo cierto es que dista mucho de serlo. Los conceptos de pacifismo o belicismo no se viven por igual. Por no mencionar el significado que para las sociedades tiene sufrir bajas propias, máxime si la operación en la que caen sus soldados no está bien clarificada o explicada con detalle, o no cuenta con la plena anuencia de la mayoría de la población. De llegarse a tener la idea de que el país ha puesto sus muertos para satisfacer evidentes intereses de otro país o países, podría costar la dimisión del gobierno en pleno.

Incluso habría que dilucidar cuáles serían los idiomas de trabajo de este ejército europeo. Algo que no es tan baladí como a primera vista cabría suponer. Por ejemplo, Francia jamás renunciaría a que el francés no fuera al menos uno de los idiomas oficiales. Y quedaría por ver la pelea por incorporar el alemán, el italiano o el español. Tampoco faltarían las voces que clamaran por el inglés como única lengua, sobre todo por parte de los países más pequeños.

Y falta un dato que no podemos dejar en el tintero: es muy difícil, por no decir imposible, que tanto Estados Unidos como el Reino Unido permitieran que se llegara a conformar y consolidar este ejército europeo. Los británicos, desde hace siglos, se han considerado a sí mismos como los garantes del equilibrio militar y geopolítico en el continente europeo. Ahora no sería la excepción. Junto con sus primos estadounidenses, que todavía tienen mayores intereses geopolíticos en que no viera la luz una fuerza europea independiente de ellos -y menos en un momento de acusado declive de su influencia mundial- utilizarían sus muchos caballos de Troya en el seno de la Unión Europea para torpedear la iniciativa.

En conclusión, mientras las circunstancias se mantengan como en la actualidad, la viabilidad de llegar a disponer de un ejército propio de la Unión Europea se presenta más como una utopía que como una posibilidad real.

No obstante, ojalá en algún momento cercano Europa por fin alcance la madurez y, entre otras cosas, disponga de su propia fuerza, independiente, autónoma, potente, creíble y dotada de material propio. Significaría que la Unión Europea está en el buen camino para recuperar el peso en el mundo que, visiblemente, está perdiendo.

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