viernes, marzo 29, 2024
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De la ley trans

Donoso Cortés nos enseñó que en toda cuestión política hay envuelta una cuestión teológica, y eso es un poco lo que la ley trans que Podemos está tratando de aprobar viene a recordarnos. En primer lugar porque se trata de un intento de rebelarse contra el orden natural de las cosas, contra una realidad que se nos impone, que no podemos escoger, creada por alguien que no somos nosotros. Se pretende así que la voluntad humana moldee esa realidad a su antojo, como si no albergase limitación alguna, como si, en fin, el hombre fuese Dios. En ese sentido, la ley trans no es distinta de una ley que promulgase el derecho a escoger a los propios padres, a volar o a respirar debajo del agua.

Claro que en el espíritu de la ley trans late otra cuestión teológica menos evidente que la anterior: la escisión entre el cuerpo y el alma. Porque la doctrina católica distingue entre cuerpo y alma, pero no los separa; quiero decir, que son discernibles al tiempo que inseparables. Sin embargo, las ideologías contemporáneas han pervertido esa distinción, la han secularizado, y el resultado ha sido la sustitución del cuerpo y el alma por el sexo y el género. Así, se nos dice que el sexo, equivalente al cuerpo, lo determina la naturaleza, los cromosomas, los órganos reproductivos y que el género, en cambio, se aprende, se educa y es susceptible de cambiar.

Pero la cuestión es todavía más enrevesada: mientras que la relación entre cuerpo y alma es siempre armoniosa, entre el sexo y el género puede existir conflicto, pues hay separación en lugar de unidad (cabe, por ejemplo, que uno se sienta mujer a pesar de haber nacido con cromosomas xy). Y la ley trans pretende solventar ese conflicto proveyéndonos de métodos —hormonas, tratamientos, operaciones— que nos permitan adecuar nuestro sexo al género del que nos sentimos parte.

La ley otorga, en fin, una preeminencia absoluta al género sobre el sexo —es siempre éste el que está equivocado, el que se adecúa a aquél—, de modo que deja entrever una última cuestión teológica que sólo algunos pensadores lúcidos han identificado como el problema de nuestro tiempo: el odio al cuerpo. Porque hay quien arguye que vivimos en una época que lo venera, y que de ahí tantos gimnasios, tantas operaciones estéticas, tantas dietas, pero se equivoca. En realidad, el hombre contemporáneo odia su cuerpo; por eso promulga leyes para mutilarlo.

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