viernes, marzo 29, 2024
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De la especialización

La especialización nos hace más torpes, menos creativos y nos convierte en esclavos de la novedad

En Lo que está mal en el mundo, Chesterton reflexiona acerca de uno de los pilares de su tiempo, que es también el nuestro: la especialización. El pensador inglés arguye que antaño los hombres eran capaces de dar muchos usos a un solo objeto y que, en el mundo moderno, en cambio, se pretende que cada objeto responda a una sola función. Así, el fuego, que siempre ha servido para calentar, para iluminar, para cocinar, para contar historias o para hacer sombras en las paredes es sustituido por otras cosas, como la luz eléctrica o las tuberías de agua caliente, que tienen un solo uso, una sola finalidad. Sucede lo mismo con el bastón, con el que uno puede sostenerse o abatir a otro, juguetear o señalar, con el que uno puede incluso matar. El bastón, concluye Chesterton, «es una muleta y un garrote; un alargamiento del dedo y una pierna de repuesto»; pero, como al fuego, nuestro mundo lo ha reemplazado y lo ha relegado a realizar una sola tarea.

Esta permanente invención e introducción de objetos es, ya lo hemos dicho, uno de los pilares de nuestro tiempo: de ahí que haya que dar la razón a los capitalistas cuando aseguran que se han inventado más cosas en los últimos cien años que en el resto de la historia de la humanidad. Sin embargo, y aunque ellos lo digan orgullosísimos, no tengo tan claro que eso sea algo de lo que enorgullecerse. Ni siquiera tengo claro que todos esos inventos hayan mejorado nuestra vida. De hecho, creo que tengo claro que no han ayudado a hacernos más felices.

Sea como fuere, me parece a mí que esa tendencia de la modernidad, esa espiral constante de especialización, se replica en todos los ámbitos. Sucede, claro, con el trabajo: mientras que el campesino labraba la tierra, criaba a los animales y hasta cocinaba, el hombre contemporáneo se dedica a meter números en tablas de Excel o a poner tornillos en una máquina. No fabrica la máquina, porque no sabe, y mucho menos se inventa los números, porque lo despedirían. Su trabajo no es creativo y no puede reconocerse en él; su trabajo es, sencillamente, especializado. Con las carreras universitarias ocurre lo mismo. Hay quien estudia Psicología sin haber dedicado un solo minuto a la medicina, y hay graduados en Filosofía que no poseen siquiera nociones básicas de física o latín. Yo, lo prometo, me he llegado a encontrar juristas que ignoran de dónde procede nuestro Código Civil porque han prescindido de la historia.

No quiero decir con todo esto que no existan inventos provechosos, ni que quien quiera cursar estudios de una disciplina concreta tenga antes que estudiar otras quince. Estoy seguro de que la especialización ha tenido consecuencias positivas y, como Chesterton, yo también me alegro en ocasiones de que exista el teléfono o de que el bisturí haya sustituido al cuchillo en las operaciones quirúrgicas. Pero eso no me puede —no nos puede— llevar a negar lo evidente: desvelarse por la especialización es pernicioso. Porque nos hace más torpes y menos creativos, sí, pero también porque nos convierte en esclavos de la novedad. Una novedad que hace ya que dejó de satisfacer necesidades; una novedad que se dedica a crearlas.

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