martes, abril 16, 2024
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Chesterton a la carta

El hombre contemporáneo está imbuido de ideología. Sabe definirse y también deja que los demás lo hagan, que lo encasillen y lo clasifiquen según unos parámetros. Así, siempre resulta ser proteccionista o liberal, de derechas o de izquierdas, capitalista o comunista. Y uno, que en esto no es tan contemporáneo, se siente incómodo en las cenas cuando después de comentar algunos temas de actualidad le hacen la siguiente pregunta: «Pero, entonces, ¿de qué ideología eres?». Las primeras veces enmudecía, me limitaba a mirar a mi interlocutor y balbuceaba lo primero que se me ocurriese mientras sopesaba si explicar por qué puede uno tener ideas sin necesidad de profesar una ideología. Claro que la mayoría de las veces lo descartaba; y no tanto por resultar pedante como porque me parece una costumbre muy fea esa de aburrir a la gente en las cenas. Al final, para no tener que enmudecer y acto seguido balbucear cualquier tontería, terminé inventándome una respuesta que ahora reproduzco casi por inercia: «¿Yo? De Chesterton. Salvo en dos o tres detalles, estoy de acuerdo con él en todo».

La mayoría de las veces mi respuesta no lleva a ninguna parte; quiero decir, no permite que la conversación continúe, y nunca sé si es porque mi interlocutor espera algo más estándar, porque a Chesterton no lo conoce mucha gente o por una mezcla de ambas. Pero hay veces en las que la situación no mejora a pesar de que el interlocutor lo conozca, aunque lo haya leído, pues casi podríamos decir que hay un Chesterton para cada sensibilidad política. Los demócratas toman de él su defensa de la democracia, del criterio del hombre medio, pero olvidan su defensa de la tradición, a la que llama «democracia de los muertos»; los marxistas toman su crítica al capitalismo, que es certera y contundente, pero olvidan su reivindicación de la propiedad; y los capitalistas, en fin, toman esa reivindicación de la propiedad obviando que, precisamente porque la creía buena, quería redistribuirla. 

Esta mala fe con la que algunos utilizan el pensamiento del escritor inglés ha servido para oscurecerlo, y también —¡y peor!— para que muchos de los tendrían que reivindicarlo dejen de hacerlo. Pero a pesar de sus paradojas, sus ironías, su jovialidad, Chesterton no dio pie a que se le malinterpretara, y fue ácido, hasta violento, cuando tuvo que serlo. ¡Incluso habló de prender fuego a toda la civilización moderna con el pelo rojo de una niña! En este sentido, recuerda un poco a lo que dice C.S. Lewis de Cristo, pues Cristo fue tan explícito, tan contundente, que sólo caben dos opciones: creer que es Dios o creer que fue un lunático; lo que de ningún modo puede pensarse es que fuese «un gran maestro moral», un motivador o un coach de mindfulness.

En definitiva, el pensamiento de Chesterton solamente cobra sentido cuando uno lo toma en su conjunto, sin amputar ninguna de sus partes (ni siquiera, amigos conservadores, aquellas en las que se refiere a la revolución). Por eso, dice Julito: «Porque amó a Dios, amó también al hombre, la más excelsa de sus criaturas; porque amó al hombre, deseó lo mejor para él; porque deseó lo mejor para él, ideó un modelo social y económico que se adecuase a su naturaleza; y porque ideó un modelo social y económico que se adecuase a su naturaleza, fantaseó con una revolución que propiciara su advenimiento. El pensamiento del escritor inglés se asemeja, en este sentido, a un castillo de naipes: sólo se mantendrá en pie si su integridad es respetada». Que no vale fabricarse un Chesterton a la carta, vaya.

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