sábado, abril 20, 2024
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Bravas de la Francesada

Cada vez que pasa la festividad del 2 de Mayo, conmemorando lo que debería de ser en mi opinión, Fiesta Nacional, de aquella revuelta popular, según dicen los puristas, algo meramente local ocurrida en un poblachón manchego sin más (con la tontería de que fuera al mismo tiempo, Villa y Corte, y capital aún de las Españas; total, ¡na!), y que llevaría al final, entre más revuelta y descontentos, a lo que conocemos como Guerra de la Independencia, siempre me viene a la mente la imagen de mujeres. Sí, mujeres. Mujeres de todo tipo y condición. Mujeres que, sabiendo dar vida, no dudaron en quitarlas. A despecho de la suya propia. Y en una cantidad y calidad como no se vio en ningún otro lugar ni momento de la Historia hasta la fecha.

Ya de por sí, esta también llamada Guerra Peninsular por los anglos (cosa que no me parece incorrecto, ya que el teatro de operaciones, y la propia excusa para el inicio de la misma, tendría como actor a tener en cuenta a Portugal) acabaría siendo la «úlcera española», como el mismo Napoleón Bonaparte la definió. Su hermano José, al que le haría ser rey de esa España que creyó ser fácilmente dominable, ya le indicaría que «vuestra gloria se hundirá en España». Y así fue. Una España campo de batalla donde los británicos se formaron, y un tal Arthur Wellesley, aprendería cómo luchar contra un ejército hasta entonces, tenido por imbatible. Aunque unos 200.000 imbatibles acabarían como abono de unas tierras en donde no se les había perdido nada.

Pero vayamos a ese hecho diferencial del que hablaba al principio. Se publicaba en la Gaceta de Madrid en 1810 un artículo donde ya se preguntaba su autor «¿Por qué en la insurrección española las mujeres han mostrado tanto interés, y aun excedido a los hombres en el empeño de sostenerla?». Pues su presencia fue tan palpable, que en los más que conocidos serie de grabados de Francisco de Goya, el de Los Desastres de la Guerra, la mujer es todo un leitmotiv en ellos. Bien dándole yesca al cañón, bien como víctima de abusos infames, o luchando pica en mano contra un soldado francés, portando al mismo tiempo en la otra, a un bebé al que protege con su vida. Toda una alegoría de esa matrona defendiendo con uñas y dientes si hiciera falta, a su retoño. A España.

Como se narra en la Oda al Dos de Mayo, « Siempre en lucha desigual / cantan tu invicta arrogancia, / Sagunto, Cádiz, Numancia, / Zaragoza y San Marcial». Y en esa lucha desigual destacarán para la Historia los nombres de Clara del Rey, en Madrid. Luchando y cayendo junto con su familia, su marido y sus tres hijos, en la defensa del Parque de Monteleón. O el de Manuela Malasaña, una muchachita de 17 años apenas, detenida seguramente tras defenderse de unos gabachos que quisieron violentarla, con sus tijeras de costurera.

En Zaragoza es fácil que se nos venga el nombre de Agustina de Aragón, pero no sería justo dejar de recordar a otras muchas que lucharon en esos Sitios que tan celebérrimos acabarían siendo. Como María de la Consolación Azlor, condesa de Bureta, que crearía, poniéndose al mando ella misma, el llamado Cuerpo de Amazonas, para prestar socorro a los heridos, y proveer de munición a los vivos. A Casta Álvarez, armada de una pica hecha con un palo y una bayoneta, enfrentándose y animando a la lucha contra el enemigo. A María Agustín. Manuela Sancho, la escritora Josefa Amar y Borbón, o hasta la sor María Rafols, que logró cobijo para 6000 heridos del Primer Sitio.

Y en otro sitio, el de Gerona, otro hito mujeril se produjo. El de la creación de una compañía, que acabaría compuesta por cuatro escuadras de mujeres. Fue la no suficiente conocida como Compañía de Santa Bárbara. Los nombres de las cuatro comandantas (sic) de cada escuadra fueron Lucia Jonama de Fitz-Gerald, Raimunda de Nouvilas, María Ángela Vivern, y María Custí. Junto a ellas se nombrarían sargentos, aguadoras, repartidoras de aguardiente… Los miembros de la compañía llevarían brazaletes rojos (una cinta en su brazo izquierdo, como el que llevaban los soldados de los Tercios con el color distintivo de España) cuando estuvieran de servicio para ser así distinguidas con claridad de las que no lo estuvieran. Como cité en el libro de Siempre estuvieron ellas: «el general Blas de Fournás, encargado de la defensa del castillo, anotaría en su diario: “He visto las mujeres, esta tan interesante porción del género humano, que nuestra preocupación llama débil, competir en espíritu, en bizarría, en desprecio al riesgo, con los varones más esforzados”».

Pero este fenómeno de empoderamiento real se va a producir a lo largo de los años de guerra y por toda la Península. En Valencia, con las mujeres haciendo, cavando y protegiendo las trincheras. Enfriando los cañones y preparando los rifles para que no pararan de disparar. En Ronda encontraremos mujeres espía, como María García «la Tinajera», que junto con otras muchas, hicieron de correos para dar a conocer información valiosa para las partidas de guerrilleros. O las aguadores en plena batalla de Bailén, como María Bellido, que inmutable llegaría a presentarle la vital agua en una jornada especialmente terrible de calor, al mismo general Teodoro Reding, en uno de los trozos cóncavos del cántaro que una bala acaba de romper, con el aplomo de un maestre de campo.

Escribiría en sus memorias el malhadado corso, en su destierro en Santa Helena, que «Los españoles todos, se comportaron como un solo hombre de honor». Se equivocó. En aquella en que mala la hubisteis de nuevo, franceses, hubo mucho más que hombres. Hubo mujeres que supieron cómo dejar bien claro que aquella frase de otro francés, el rey Francisco I, de que «España sola pare y cría los hombres armados» tiene sentido porque son paridos y criados a los pechos de mujeres de armas tomar. Como todas aquellas bravas de la Francesada.

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