martes, abril 23, 2024
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Atatürk a un siglo vista: la forja de un líder, por Fernando Díaz Villanueva

Cuando Alí Reza oglu Mustafa vino al mundo en 1881 el imperio otomano se encontraba en plena decadencia. Unos años antes, en 1876, se había practicado una reforma política tras un golpe de Estado que derrocó al sultán Abdulacid para poner en su lugar a Murat V, que sólo reinó tres meses. Tras él llegó Abdulhamid II, que se mantendría en el trono hasta 1909. De aquella convulsión surgiría la primera Constitución otomana, aunque sólo estuvo en vigor dos años. El imperio era un anciano lleno de achaques incapaz de regenerarse, de proteger sus fronteras y con infinidad de problemas internos.

Entre 1878 y el cambio de siglo había perdido Bulgaria, lo que le quedaba de Rumania, Serbia, Montenegro, Túnez y la provincia de Kars en el Cáucaso. Aún así, en el año 1900 el imperio otomano seguía siendo un gigante territorial. Aparte de Anatolia, sus dominios se extendían por lo que hoy es el norte de Grecia, Macedonia, Albania, Siria, Irak, Israel, el Líbano, Jordania, Libia y, al menos sobre el papel, el Jedivato de Egipto. Atatürk nació, de hecho, en lo que hoy es una ciudad griega, Salónica, que contaba con una comunidad turca muy numerosa. Su padre era un oficial del Ejército otomano que se había incorporado a la vida civil como comerciante de madera. Nada especial que presagiase en lo que el joven Mustafá llegaría a convertirse. Su familia era de clase media, de etnia turca, y llevaba años establecida en una ciudad que en aquel entonces era de mayoría judía, especialmente sefardí.

Su padre quiso que siguiese sus pasos en el negocio de la madera, pero al inquieto Mustafá aquello no le interesaba lo más mínimo, quería ser militar. Se inscribió en la Academia de Monastir (hoy en Macedonia del Norte) para convertirse en oficial del Ejército otomano como lo había sido su padre. Allí es donde se ganó el sobrenombre de Kemal, que en turco significa “perfección”. Se lo puso un profesor que quedó fascinado con las asombrosas dotes del joven Mustafa. De Monastir paso a la Academia de Pangalti en Constantinopla y se graduó en 1905 con 24 años. Aparte de la milicia, lo que le gustaba a Mustafá era la política. Era antimonárquico y simpatizaba con el movimiento de los jóvenes turcos, un partido muy activo en las principales ciudades del imperio que clamaba por la modernización y occidentalización de las estructuras imperiales.

Con semejantes aficiones no tardó en meterse en problemas. Tras su graduación fue destinado a Damasco donde se afilió a una sociedad secreta de oficiales que pedían reformas políticas en el imperio. Sucedió entonces que estalló la revolución de los jóvenes turcos que derrocaron al sultán Abdulhamid II e instauraron una monarquía constitucional entregando la corona a su hermano Mehmed V.

El capitán Mustafá Kemal tuvo un pequeño papel en esta revolución, pero era aún demasiado joven, tenía sólo 27 años y no era más que un oficial de provincias sin contactos en la capital y sin padrinos políticos, así que, tras la revolución, fue destinado primero a Libia y posteriormente a Albania. Todo este trasiego de destinos le permitió conocer de cerca los problemas crónicos que arrastraba el imperio. No le gustaba lo que veía, un imperio que antaño había sido grande, poderoso y respetado y que en ese momento se caía a pedazos. Hacían falta reformas para convertir aquella ruina en un Estado moderno.

Kemal era un admirador de los países occidentales, algo que pudo ver con sus propios ojos por primera vez en 1910, cuando lo enviaron como miembro de una comisión del Ejército otomano a Francia para supervisar unas maniobras militares en Normandía. Al año siguiente, en 1911, estalló la guerra en Libia. Los italianos, deseosos de forjar un pequeño imperio colonial en África, invadieron Libia, que en principio pertenecía al imperio otomano, aunque lo cierto es que aquel Vilayet (provincia) no le daba al sultán más que problemas. Libia era pobre y extraordinariamente atrasada, incluso para los estándares otomanos. Las rebeliones de las tribus locales eran moneda corriente y había que estar siempre con un ojo puesto en aquel pedregal improductivo. Pero querían mantenerlo por una cuestión de orgullo. En Libia Mustafá Kemal pudo ver la guerra por primera vez y no contra una partida de beduinos, sino contra una potencia industrial como Italia, que puso sobre el campo de batalla 35.000 hombres bien equipados con armas modernas, asistidos por una poderosa armada conformada por embarcaciones a vapor y una flotilla de novedosos aeroplanos que, junto a las labores de observación tras las líneas enemigas, realizaron los primeros bombardeos aéreos de la historia.

La guerra duró poco más de un año, de septiembre de 1911 a octubre de 1912 y se saldó con la victoria italiana, que se anexionó Libia y como propina las islas del Dodecaneso en el mar Egeo, a corta distancia de las costas de Anatolia. Fue una humillación absoluta, los italianos les habían pasado por encima y no sólo en tierra, también en el mar ya que controlaban a su antojo el Mediterráneo oriental. Que esto les sucediese a los rebeldes del Rif que luchaban contra España en Marruecos podía entenderse, pero el otomano era un gran imperio antiguo y glorioso que sólo dos siglos antes había sitiado la ciudad de Viena.

Pero no tuvo mucho tiempo de lamentarse. En 1912, según concluía la guerra en Libia, empezaba otra en los Balcanes. Búlgaros, serbios, montenegrinos y griegos apoyados por el imperio ruso declararon la guerra al sultán. El imperio otomano era como un edificio desvencijado al que se le caían las paredes. En la guerra de los Balcanes Kemal también participó, tanto en la primera, que fue de octubre de 1912 a mayo de 1913, cómo en la segunda, que fue en julio de 1913 a agosto de ese año. La segunda ya sólo involucró a Bulgaria y al imperio otomano. De estas dos guerras que duraron menos de un año el imperio otomano salió muy dañado. Sus dominios europeos se esfumaron. Sólo conservaban la Tracia oriental, una pequeña región en torno a Constantinopla que hoy se conoce como Turquía europea. Grecia creció hacia el norte, Bulgaria y Serbia hacia el sur y Albania declaró su independencia.

Salónica, la ciudad natal de Mustafá Kemal, pasó a Grecia. En noviembre de 1912 la guarnición otomana en la ciudad se rindió ante las tropas griegas. Para los otomanos aquello era un golpe psicológico importante. Salónica había sido conquistada en 1430 por el sultán Murat II, antes incluso que Constantinopla. Pero también era un estropicio desde el punto de vista estratégico y económico. Salónica, en la costa norte del Egeo, está a solo 600 kilómetros de Constantinopla y era un puerto importante con gran actividad comercial. Para Mustafá constituía, además, una tragedia sentimental. La ciudad en la que había nacido 31 años antes ahora pertenecía a otro país.

Pero su carrera militar era imparable. En 1914 en reconocimiento por sus méritos en las guerras de los Balcanes fue ascendido a coronel. El ascenso se produjo el primer día de marzo, cinco meses más tarde comenzaba la Primera Guerra Mundial, en la que el imperio otomano entraría del lado de Alemania y el imperio austro húngaro. Durante esta guerra se demostró como un buen estratega. Contuvo la invasión de la península de Galípoli entre febrero de 1915 y enero de 1916 que capitaneó el Reino Unido con tropas propias y francesas. Esa victoria inesperada le propulsó dentro del Ejército otomano, que tenía problemas en todos los frentes. Fue enviado primero al Cáucaso para combatir contra los rusos y luego a Siria comandando el séptimo Ejército otomano ya en 1917. Allí se encontró con problemas de abastecimiento de material bélico y todo tipo de estrecheces. Informó al Gobierno de esos inconvenientes y renunció a dirigir el Ejército en aquellas condiciones. Tuvo además roces muy serios con el general alemán Erich von Falkenhayn, un altanero oficial prusiano que había sido enviado a Oriente Medio para contener el avance británico

Fue entonces llamado a Constantinopla para que acompañase al príncipe Mehmed a un viaje oficial a Alemania. El sultán quería mostrar a los alemanes que ellos también tenían generales heroicos que habían derrotado a los aliados. Mustafá Kemal, que tenía entonces 35 años y era un tipo alto y apuesto, se antojaba una buena carta de presentación. En Alemania visitó las líneas del frente occidental. Allí pudo comprobar en persona que en una guerra de desgaste como aquella ganaría quien pudiese resistir más. Los aliados, que contaban ya de su lado con Estados Unidos, podían aguantar más tiempo, luego la guerra estaba perdida. A su regreso a Constantinopla le encargaron de nuevo la dirección del séptimo Ejército, que se encontraba en Palestina resistiendo el embate británico. Pero no había ya mucho más que hacer, la guerra tocaba a su fin. El armisticio de Mudros acordado entre británicos y otomanos el 30 de octubre fijaba el alto el fuego para el mediodía del día 31.

En ese momento el Gobierno otomano pudo observar el desastre con la tranquilidad que da el que no te estén cayendo bombas encima. Si lo de Libia o los Balcanes había sido una humillación, esto era directamente una catástrofe. Los aliados ocuparon Constantinopla, el corazón mismo del sultanato, y anunciaron el desmembramiento del imperio. Mustafá Kemal, un simple oficial del Ejército derrotado, fue transferido al ministerio de Guerra, donde el sentimiento de derrota era absoluto. En ese ambiente enrarecido, con la capital ocupada y tropas extranjeras desfilando por sus calles, empezó a extenderse un movimiento nacional de liberación, pero no para los árabes, los griegos, los armenios o los búlgaros, sino para los turcos, la etnia central del imperio, la que lo había fundado cinco siglos antes y que había reservado para sí el trono y el Gobierno.

Hasta ese momento los turcos no habían querido saber nada de nacionalismo porque su imperio era multinacional y sobre ese batiburrillo de pueblos los que mandaban eran ellos. El turco era la lengua oficial del imperio, la que empleaba la administración y el Ejército y, aunque el imperio había otros musulmanes, el sultán era también califa, es decir, que reunía en sus manos el poder secular y el espiritual. Pero todo eso se había evaporado, empezando por el propio imperio, que se encontraba ocupado por británicos y franceses. Había que luchar por recuperar la independencia, acabar con la ocupación y fundar un Estado nación moderno hecho por turcos para turcos.

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