viernes, abril 19, 2024
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Antropología del abstencionista

Giorgia Meloni ha ganado las elecciones de Italia. Será la primera mujer que gobierne este país, pero, como no piensa lo que debe pensarse, tal proeza apenas merecerá la atención de la prensa, que anda ocupada en la elaboración de sesudísimos análisis sobre el auge de la extrema derecha. Las mujeres sólo importan si comulgan con Irene Montero y sus voceros o los homólogos italianos de éstos. Si disienten, tendrán exactamente el mismo valor que los hombres; es decir, ninguno. 

Pero el sectarismo feminista no es del todo noticioso. Sí lo es, en cambio, la abstención, y sobre eso me propongo escribir, fiel a las exigencias de mi oficio. Nunca se habían abstenido tantos italianos en unas elecciones; la suma de todos ellos es, creo, mayor que la suma de los votantes de Meloni y de Salvini. Diríase que son suficientes para emanciparse de Italia y de sus políticos y constituir una arcadia anarquista. 

Esto es especialmente significativo hoy, cuando los periodistas motejan las elecciones de «fiesta de la democracia» ―¿¡quién querría perderse algo así!?― y los ciudadanos responsables aseguran ―supongo que existe una versión italiana de la sentencia― que uno no puede criticar a los políticos si no ha votado antes. El abstencionista renuncia conscientemente a participar en algo grande, ¡en una fiesta!, y se desposee de un derecho que le corresponde como ser racional residente en un Estado-democrático-y-de-derecho: el del pataleo. Se convierte así en un ente digno de estudio científico, en un sujeto inaudito y exótico, en un hombre de pulsiones tan indescifrables como las del suicida o las del esclavo que lo es voluntariamente. 

Pero a uno le han enseñado que los seres humanos no acostumbran a actuar arbitrariamente, que no hacen las cosas porque sí, sino porque han estimado juicioso, sensato, razonable hacerlas. El abstencionista debe de tener un motivo para (no) hacer lo suyo, y yo diría es uno que tiene que ver con el desengaño. Me explico. Podría concebirse la política contemporánea como una sucesión de promesas defraudadas. Promete libertad, ¡proclama su necesidad!, pero sólo nos ofrece un control cada vez más opresivo. Promete un progreso ininterrumpido, ¡lo vaticina!, pero apenas se las arregla para evitar nuestra miseria. El abstencionista no es más que un hombre sensible a la farsa, alguien a quien se le ha concedido el privilegio de ver lo que hay tras el trampantojo.

No sorprende, por tanto, que sea escéptico, que esté vacunado contra toda forma de ilusión política y que profese una suerte de fatalismo. Sabe que, gobierne quien gobierne, los ricos seguirán siendo ricos y los pobres seguirán siendo pobres; que, gobierne quien gobierne, el mundo no dejará de ser un lugar injusto iluminado de pascuas a ramos por destellos de justicia. Acaso desearía ser menos aguafiestas, pero no puede zafarse de la certeza gatopardiana de que las circunstancias cambian sólo para que el sustrato, lo importante, permanezcan igual (de mal). 

Como católico que soy, no puedo coincidir con el abstencionista, participar de esa cosmovisión tan sombría, de esa actitud tan desesperanzada; ¡sería tanto como reconocer que Dios es cruel! Pero, ay, qué poderosa se antoja la tentación a veces y qué débil, qué insultantemente débil, es uno siempre. 

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