sábado, abril 20, 2024
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80 años del Blitz (II): tormenta de fuego sobre Inglaterra, por Fernando Díaz Villanueva

El Blitz comenzó en Londres en la tarde del 7 de septiembre de 1940. El objetivo era arrasar los muelles del Támesis que se extienden varios kilómetros desde la desembocadura hasta el centro de la ciudad. La Luftwaffe quería que aquello fuese algo inesperado y de gran envergadura. Que los londinenses no pudiesen reaccionar. No bastaba con un día, tenía que ser continuo, un día tras otro sin descanso. Esta primera ola de bombardeos sobre Londres duró dos meses y para qué no decayese la tormenta Göring asignó la operación 350 bombarderos pesados y 600 cazas. 

La RAF, habituada a combatir en el campo abierto defendiendo aeródromos, no se esperaba un cambio de estrategia tan repentino. Los habitantes de Londres tampoco. Una cosa era el error del bombardeo del 15 de agosto, cuando atacaron el East End por accidente, otra bien distinta era arrojar bombas de manera deliberada sobre los barrios portuarios que estaban llenos de gente. Esto obligó a la Fuerza Aérea británica a cambiar por completo su modo de actuar. No tendrían que preocuparse tanto de sus bases cómo de evitar que las flotillas aéreas alemanas alcanzasen Londres. Una vez allí ya no valía de mucho derribarlas si habían arrojado su carga de bombas sobre la ciudad ocasionando cientos de víctimas mortales en cada ataque. 

En este punto pasó a un primer plano en la defensa antiaérea. Se colocaron baterías por toda la ciudad atendidas por personal militar, a quien informaban de las incursiones y del rumbo que llevaban para que preparasen la munición y empezar a disparar según los tuviesen a tiro. Göring esperaba que si la carne en el asador era mucha terminarían tirando la toalla. Era cuestión de tiempo, tan sólo había que seguir golpeando un día tras otro al tiempo que los submarinos del almirante Raeder yugulaban los suministros por el Atlántico . En algún momento empezarían a escasear las materias primas, el combustible y, sobre todo, la comida. En ese momento no quedaría otra que pedir la paz postrados de rodillas.

Esta era la película que se había hecho el mariscal en su cabeza. Göring era, por lo demás, un tipo muy peliculero y, aunque buen aviador durante su juventud en la Primera Guerra Mundial, no era un gran estratega. Hitler no lo veía tan claro y, más concretamente, lo veía demasiado lento. A él le gustaban las victorias rápidas y fulminantes con humillación incorporada como las de Polonia y Francia. Además, mediado el mes de octubre el tiempo ya había empeorado considerablemente y se reducía a diario la cantidad de horas de luz disponibles. Las borrascas atlánticas convertían muchos días el canal en un foso infranqueable por vía aérea.  Como el día duraba menos los ataques tenían que reducirse. Había que atacar de noche aprovechando las noches sin nubes y arrojar el mayor número de bombas posible con la ventaja añadida de que a oscuras las baterías antiaéreas estaban ciegas. Si añadían el uso de bombas incendiarias el pánico no tardaría apoderarse de la ciudad. 

En noviembre el Blitz ya consistía básicamente en ataques nocturnos sobre Londres combinados con bombardeos selectivos en las Midlands. Fue en noviembre, el día 14 exactamente, cuando se produjo el bombardeo más famoso de la campaña el de Coventry. Comenzó a anochecer y se llevó a cabo con 500 bombarderos que devastaron la ciudad, incluyendo su catedral gótica. Murieron unas 500 personas, si no fueron más se debió a que los habitantes, advertidos por varios ataques menores los días precedentes, corrieron a los refugios antiaéreos. Otros directamente habían abandonado la ciudad para refugiarse en los pueblos vecinos. Coventry está lejos de Londres, en el corazón de las Midlands, a unos 30 kilómetros de Birmingham. Más allá las flotillas alemanas tenían problemas de autonomía, por lo que se centraron en la capital y en el cuadrante sureste del país. 

Los británicos, eso sí, habían ido mejorando las defensas antiaéreas. Para repeler los ataques nocturnos dotaron a las baterías antiaéreas de potentes focos que iluminaban el cielo y, al menos, permitían adivinar la silueta de los aviones enemigos. Incorporaron a las dotaciones de tierra baterías móviles que podían trasladarse tiradas por camiones para reforzar un área que estuviese siendo atacada. Estas baterías disparaban proyectiles de 28 libras (unos 13 kg) que se acertaban con el blanco lo derribaban en el acto. Pero el ataque alemán no cesaba. En noviembre y diciembre la tónica fueron los bombardeos nocturnos con munición incendiaria. Llegaban las flotillas alemanas de madrugada y se encontraba con una ciudad a oscuras. Media hora más tarde la abandonaban envuelta en llamas. De ahí viene lo de Blitz, relámpago en alemán. La operación era rápida, ruidosa y centelleante como un relámpago.

Antes de que acabase el año, el 29 de diciembre, se produjo un gran ataque en Londres que duró varias horas. De las seis de la tarde poco después de la puesta del sol hasta bien entrada la madrugada. Aquella era la felicitación navideña de Hitler a los londinenses que constaba de unas 100.000 bombas, muchas de ellas incendiarias lo que ocasionó que se declara ser unos 1.500 incendios por toda la ciudad. La prensa bautizó aquello como el segundo gran incendio de Londres en recuerdo al gran incendio de Londres de 1666, cuando un incendio fortuito originado en el horno de un panadero quemó buena parte de la ciudad antigua. Lo de 1940 no fue tan destructivo, la ciudad era mucho más grande y el cuerpo de bomberos se esforzó en extinguir los incendios a pesar de que algunos distritos se quedaron sin presión en las cañerías de agua, por lo que hubieron de acarrear agua del Támesis con el inconveniente añadido de que aquella noche había marea baja en el río. Por suerte los londinenses estaban ya prevenidos tras tantos meses de bombardeos y solo hubo que lamentar 160 víctimas mortales. Muchos habían abandonado la ciudad para refugiarse en el campo, otros se refugiaron en los túneles del metro. Al amanecer del día 30 la ciudad presentaba un aspecto dantesco. Era eso mismo lo que buscaba Hitler, desmoralizarlos y que exigiesen a su Gobierno la firma de la paz. 

Pero ni millones de toneladas de bombas, ni la destrucción de sus casas, ni los miles de muertos que estaban ocasionando los bombardeos hacían mella en el ánimo británico de resistir. Más bien al contrario. Ahora tenían un motivo más para hacerlo y tomarse cumplida venganza cuando llegase el momento. Durante el mes de enero de 1941 las flotillas alemanas se concentraron en los puertos del canal como Portsmouth y Southampton que se habían quedado sin apenas tráfico mercante por la cercanía del continente. Gran Bretaña es una isla con una línea de costa muy recortada que alcanza los 10.000 kilómetros, así que el Gobierno mandó redirigir el tráfico hacia puertos más al norte como el del Liverpool de Glasgow, que eran mucho más difíciles de alcanzar por las patrullas alemanas. 

A pesar de los incendios y de la destrucción de las áreas residenciales, algo de lo que informaba puntualmente la prensa estadounidense, el Blitz no estaba dando los resultados apetecidos. Ni se rendían ni mostraban signos de debilidad. Tan pronto como terminaba el bombardeo los civiles salían de los refugios y se ponían a retirar cascotes. La vida volvía a la normalidad y las fábricas seguían a lo suyo. La producción de aviones en lugar de disminuir aumentó y, aunque el combustible y los alimentos eran escasos, nunca llegaron a faltar del todo. Las flotas de ultramar se las apañaban para abrirse camino hasta Gran Bretaña y depositar allí su carga. Mientras eso siguiese sucediendo no había nada que hacer salvo mantener los bombardeos día y noche, sin descanso, gastando munición aviones y sacrificando valiosas tripulaciones que serían de gran utilidad en otros frentes 

Porque para Hitler la batalla de Inglaterra no era el final de la guerra, era tan sólo un punto y seguido. Tras rendir las islas británicas quería apoderarse de la Unión Soviética y sus inmensas llanuras donde tenía pensado asentar colonos alemanes. Rusia en el espacio vital al que se refería en “Mi lucha”. Del Reino Unido tan sólo esperaba que se rindiese de una vez y un nuevo Gobierno británico se aliase con él como había hecho Mussolini en Italia, Petain en Francia o Franco en España. Inglaterra era en definitiva un asunto menor que se estaba alargando demasiado. 

Hitler no sentía por los británicos el odio que profesaba a los judíos, o el desprecio que dedicaba a los latinos del sur de Europa o a los eslavos del este. Los tenía incluso en cierta estima por ser de ascendencia germánica y por haber construido un imperio. De que lo que se trataba era de forzar su rendición y no tanto de ensañarse con ellos. En enero del 41 al jefe de la Kriegsmarine, el almirante Erich Raeder, le convenció para que la Luftwaffe se concentrase en apoyar a sus submarinos en el Atlántico. Los “U-Boote” alemanes estaban obteniendo éxitos muy resonantes en alta mar complicando el comercio británico. De ahí nació la Directiva 23 que iba encaminada a destruir la economía británica y no tanto sus ciudades. Para Göring era duro de asumir porque después de tantos meses tenía que reconocer que su gran apuesta había fallado. En junio soñaba con que sus aviones solitos derrotasen a un imperio y pudiese luego colgarse las medallas, pero la realidad era que en febrero el imperio resistía y los únicos que estaban haciéndole daño de verdad eran los submarinos de su rival Karl Dönitz, un comandante de submarinos cuya estrella estaba en ascenso dentro del círculo de poder que rodeaba a Hitler. 

La directiva 23 se puso en marcha en febrero del 41 motivada por la mayor efectividad del arma submarina en el debilitamiento económico del Reino Unido. Era mucho más sencillo llevar la contabilidad exacta de buques hundidos  y estimar sobre ellos el impacto que adivinar cuántas fábricas habían sido destruidas durante un ataque nocturno de la Luftwaffe. Las fábricas, además, se podían reconstruir y estar de nuevo operativas en unos días o semanas. Los barcos no se podían sacar del fondo del océano. Un mercante echado a pique era una pérdida segura, una fábrica sobre la que habían caído una docena de bombas no tanto.

Durante los meses de marzo, abril y mayo la fuerza aérea alemana se concentró en los puertos tratando de llegar tan lejos como fuese posible. Bombardearon Cardiff, en Gales, Liverpool, Newcastle e incluso al puerto de Glasgow, pero Hitler había perdido ya el interés en Inglaterra. En marzo empezaron a retirarse los Junkers 57 -los famosos Stuka- de sus bases en Francia para llevárselos a Austria. Estaba a punto de arrancar la invasión de Yugoslavia y el Ejército necesitaba concentrar unidades en su frontera norte. Yugoslavia fue como lo de Polonia, un desfile militar. Unos alemanes entraron el 6 de abril y el 17 de ese mes el ejército yugoslavo se rindió. Algo parecido sucedió en Grecia, que fue ocupada durante la primavera del 41. En menos de dos meses la Wehrmacht invadió tres países (Yugoslavia, Grecia y Albania) y hasta se permitió tomar Creta con paracaidistas en una atrevida operación que llamó la atención en todo el mundo. 

Este tipo de victorias era lo que quería el Führer y no la agonía de Gran Bretaña, donde todo era un desgaste y un toma y daca continuo. A lo largo de abril y mayo el Blitz se fue desinflando. Había menos ataques, casi todos dirigidos a los puertos, y más complicados de llevar a cabo porque la primavera había traído más horas de luz en las que los Spitfire podían operar a gusto. El 20 de abril Göring quiso regalar a Hitler por su 52 cumpleaños un gran bombardeo. La ciudad elegida fue Plymouth. Envió 700 bombarderos que arrojaron 1.000 toneladas de bombas, pero los daños fueron muy pequeños. El puerto estaba prácticamente fuera de servicio y los habitantes corrieron a esconderse. 

Para entonces la Luftwaffe había perdido ya 2.200 aparatos y 5.000 efectivos. No parecía una cifra muy elevada en comparación con las campañas de tierra. En la batalla de Francia el ejército alemán había perdido casi 30.000 hombres, pero esa batalla se había ganado. Los aviones eran más caros de fabricar y no los podía pilotar cualquiera. Pero lo peor era que, a pesar de las 41.000 toneladas de bombas que habían arrojado sobre Inglaterra durante el Blitz, los ingleses estaban lejos de rendirse. Alemania, de hecho, ya ni siquiera se planteaba invadir la isla como en el verano de 1940. La operación “León Marino” era  un recuerdo lejano imposible de llevar a la práctica porque el grueso del ejército alemán se encontraba o en los Balcanes o preparándose para invadir la Unión Soviética. 

La moral de los británicos permanecía alta y ni se había interrumpido la producción industrial ni los suministros, aunque ambos obviamente habían resultado dañados tras tantos meses de bombardeos. El último gran ataque tuvo lugar en Londres la noche del 10 al 11 de mayo. Fue un gran bombardeo, la traca de fin de fiesta. Los aviones alemanes se cebaron con Westminster. El Parlamento fue bombardeado y la cámara de los comunes quedó reducida a cenizas. Aquello era todo un triunfo simbólico pero suponía ya el canto del cisne del Blitz. Hitler no quería saber ya nada de Inglaterra, en aquel momento solo tenía ojos para el frente del este que estaba a punto de extenderse hasta las puertas de Moscú. Eso tenía una consecuencia directa. Buena parte de las fuerzas aéreas dedicadas al asedio Gran Bretaña se desplazarían al este. Eso mismo es lo que sucedió entre mayo y junio. Y una consecuencia indirecta. La apertura de un segundo frente regalaría el Reino Unido un valioso aliado con el que hacer la pinza sobre Alemania. El 22 de junio dio comienzo a la Operación Barbarroja. La guerra entraba en una nueva fase en la que los alemanes empezarían a coleccionar derrotas. El Blitz había sido simplemente un anticipo.

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